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HACIA UN NUEVO MODELO DE CIUDAD
Joaquín Bosque Maurel
Universidad Complutense. Real Sociedad Geográfica
RESUMEN
Desde su aparición en plano Neolítico, la ciudad ha sido la protagonista fundamental de la presencia y la ocupación de la Tierra por la Humanidad. Su evolución histórica ha pasado por diferentes modelos urbanos: preindustrial, industrial, post industrial o post fordista. Actualmente, se encuentra en una fase de cambio profundo, entre la recuperación del “centro urbano” y los “viejos cascos históricos” y el desarrollo de la “suburbanización” y la “metropolitización“ hacia la llamada “ciudad difusa” o “ciudad dispersa”. Cabría pensar que esa larga y cambiante historia tendría como fin la búsqueda de una ¿utópica? “Ciudad habitable” y de una Tierra “sostenible”.
PALABRAS CLAVE
Geografia urbana. Urbanismo. Evolución histórica. Modelos urbanos. Rehabilitación y gentrificación.
ABSTRACT
Since its creation in the Neolithic Period, the city has been the essential vehicle for Mankind’s presence and occupation of Earth. Its historical evolution has undergone different urban models: pre-industrial, industrial, post-industrial or post Fordist. Nowadays it is in a period of changes, from the recovery of the “urban centre” and the “old historical centres” to the development of “suburbanisation” and “metropolitanization” and towards the so-called “dispersed city”. It could be that the purpose of such a long and changing history is to search for an utopic? “habitable city” and for a “sustainable” Earth.
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KEY-WORDS
Urban Geography. Urbanism. Historical evolution. Urban models. Rehabilitation and Gentrification.
Vegueta. Número 10. Año 2008
Anuario de la Facultad de Geografía e Historia
Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
ISSN 1133-598X. Páginas 59 a 78
El presente artículo es la transcripción exacta de una
conferencia pronunciada por su autor en la Facultad de Geografía e Historia en el curso académico 2008-2009.
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1. INTRODUCCIÓN
La Tierra como Naturaleza es diferencia, heterogeneidad, la variable diversidad del Paisaje Natural. La Humanidad, el hombre, como Homo sapiens, ha sido uniformidad, homogeneidad, pero también capacidad creativa, intelectual e instrumental, y, por ello, existe en él cierta tendencia a lo distinto y lo diverso. Si la Naturaleza, inicialmente, pudo imponer su presencia y hasta determinar la existencia del hombre sobre la Tierra, la obra humana siempre estuvo plena de contrastes y sus frutos fueron tan distintos y variables como la naturaleza misma. Pero, desde el primer momento, el hombre pretendió imponerse sobre la naturaleza y transformar el escenario terrestre según sus necesidades. Instrumento fundamental en esa transformación fue ––y es–– la ciudad, hoy protagonista principal en el proceso de globalización/mundialización de la Tierra . Asi como en el largo proceso de llegar a una difícil sustentabilidad y a una ¿utópica? ciudad plenamente habitable (J. Bosque Maurel, 1994, J. G. Estébanez, 1995 y Mª A. A. de Souza, 1999 y E. Soja, 2000).
LAS PRIMERAS ETAPAS DE LA URBANIZACIÓN
El nacimiento de la ciudad ––primera revolución urbana, según Gordon Childe (1965)–– constituyó una de sus primeras victorias sobre la naturaleza. Implicó una creación que, aun reconociendo el peso del medio físico y su variedad, significó tanto el inicio del dominio de la Humanidad sobre la Tierra como un comienzo de ordenación del espacio y una tendencia hacia una Naturaleza humanizada y, por tanto, hecha a imagen y semejanza de los seres humanos y, en consecuencia, matizada por una creciente homogeneización y uniformidad de la vida sobre el entorno terrestre.
Nacido el hecho urbano en torno a los años 6.000/5.000 antes de Jesucristo y en diferentes partes de la Tierra ––el Creciente Fértil mesopotámico-nilótico, el Valle del Indo, el Noroeste de China––, surgió en no idénticos aunque tampoco muy distintos medios naturales y en sociedades tampoco iguales aunque próximas tecnológicamente (G. Sjoberg, 1966 y 1976). Fue el resultado de una revolucionaria invención instrumental y de una profunda transformación política y social, de la Humanidad, el paso del paleolítico al neolítico, de un nomadismo recolector y autosuficiente, propio de una población escasa y dependiente en especial del uso y la conservación del fuego, a una vida sedentaria, ligada al aprovechamiento directo y la domesticación de la fauna y la flora silvestres y al tímido uso de algunas precarias y nuevas fuentes de energía además del fuego, el agua, el aire y la fuerza animal. Y también el primer gran empeño de hacer de la ocupación de la Tierra por el Hombre capaz de ser perdurable, a fin de alcanzar la sustentabilidad/habitabilidad, de la humanización del globo terrestre (J. Bosque Maurel, 1994 y R. Goycoolea Prado, 2008).
En consecuencia se produjo entonces una tímida pero creciente especialización de la actividad humana, una importante creación de excedentes productivos y un diversificado intercambio entre los diferentes grupos humanos poseedores en mayor o menor grado de una capacidad de invención de artefactos y del uso conjunto y solidario de todos ellos. Nació así la ciudad “preindustrial”, un núcleo de población aglomerada y sedentaria, punto de partida de una nueva relación hombre/medio y de una nueva sociedad que, en principio, concentró algunas funciones no agrarias y distintas formalmente, pero siempre hechas desde fuera y para fuera de esta inicial urbe. Así tuvo lugar una primera homogeneización, ambiental, superficial, aislada y aún distinta en su implantación y en sus formas.
Esta ciudad preindustrial, similar por su origen y sus funciones, se manifestó formalmente de acuerdo con un dualismo no exento de uniformidad. Por una parte, y primero, una ciudad espontánea e inorgánica, dependiente, en principio, del medio físico y de una tecnología primaria y, además, ligada a las necesidades más inmediatas de la mínima unidad poblacional. Por otra, posteriormente, un núcleo urbano planeado y ordenado, fruto de la racionalidad y dirigido a atender unos concretos objetivos. Dualismo que, con los cambios lógicos en el tiempo y en el espacio, se ha convertido en una constante hasta nuestros días. Constante que, si bien pudo surgir alternativamente y en oposición al mismo tiempo y en espacios próximos, también pudo coincidir temporal y espacialmente en la misma comunidad urbana y no menos matizarla en momentos cronológicamente diferentes (M. Sorre, 1952 y P. Claval, 1981) .
Es indudable que el segundo de estos dos modelos, racionalista y ordenado, implicaba ––implica–– una mayor uniformidad y, en consecuencia, significó –– y significa–– una poderosa fuerza globalizadora y globalizante. Un papel ejercido también, con menos claridad, por el primer modelo, inorgánico y espontáneo. En estas línea de homogeneidad
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tanto formal como estructural, algunos grandes Imperios del pasado –Roma, el Islam, España, por ejemplo– crearon y, hasta cierto punto, impusieron y difundieron un determinado modo de hacer ciudad y, en definitiva, favorecieron unas concretas formas de vida urbanas: las urbs –civitas greco-romanas-(A. García Bellido, 1966 y P. Grimal, 1970), la ciudad islámica, cuyas características formales, más espontáneas que ordenadas no están siempre bien definidas (X. De Planhol, 1968 y R. B. Serjeant, 1982), o la cuadrícula hispano americana (F. de Terán, 1989).
En estos modelos ordenados y planeados, a su trazado geométrico, casi siempre loxodrómico, perfectamente definido respecto al exterior, al menos en el primero y último ejemplos, no en el segundo, más complejo y menos unificador, se añadió en todos los casos y en todas las épocas, una ordenación funcional del espacio, que significaba, en principio, una relativa y mínima diferenciación entre la ocupación residencial y el uso productivo del espacio, y en el caso musulmán, además del contraste entre lo “doméstico y lo civil”, lo que se ha considerado como una atmósfera específica, propia de una “ciudad privada y religiosa” (F. Chueca, 1968). Realidades urbanas racionales y uniformes que todavía mantienen considerable importancia espacial y social. Y que, además, alternaban en parte con el otro modelo de ciudad espontánea e inorgánica, dominante en el mundo medieval cristiano y musulmán y todavía presente, aunque minoritariamente, en el conjunto del habitat actual (M. Sorre, 1952).
Sin embargo, en todos los casos, dentro de un cinturón amurallado dominado por un castillo o fortaleza, a menudo exterior, existió una estructura que caracterizó y determinó, sobre todo, al complejo público al servicio tanto de la población urbana como del mundo agraria dependiente e inmediato. Así, las funciones características de la ciudad tendieron a mantener una posición central en torno, casi siempre, a un espacio abierto de uso colectivo, el foro romano, la plaza mayor mediterránea y la medina musulmana.
En este centro urbano se concentraba el poder político (palacio real y / o dependencias administrativas) y religioso (templos griegos y romanos, iglesia mayor cristiana y mezquita principal islámica), los lugares de reunión pública tanto del poder como del ocio (senados, tribunales, teatros, prostíbulos) y el quehacer mercantil y artesanal ordenado según sus diversos oficios y actividades casi siempre regidos por unas ordenanzas y unas normativas estrictas y rígidas. Solo ciertas actividades temporales, como los mercados semanales, quincenales y mensuales y las grandes ferias de ganado anuales, exigían espacios más periféricos, incluso externos a las murallas, aunque sin excluir a veces para estos usos la gran plaza central y sus calles adyacentes (L. Benévolo, 1993 y J. Bosque Maurel, 2006).
Una segunda característica de esta ciudad preindustrial fue la existencia de barrios más o menos cerrados e independientes dentro del cerco exterior general y diferenciados étnicamente, unas veces (francos, castellanos, polacos), y, también por motivos religiosos, las “juderías” dispersas por todo el mundo cristiano y musulmán hasta fechas tan próximas como el Mil Ochocientos, las “morerías”, características de las ciudades de los reinos cristianos hispanos medievales y renacentistas, y los arrabales cristianos, “mozarabías”, del Islam europeo y norteafricano medieval e, incluso, actual ( A. J. Toynbee, 1985, H. Pirenne, 1972).
Asimismo, no falta en este mundo urbano preindustrial un cierto proceso de dispersión periférica suburbanizador aunque muy limitado siempre a las márgenes próximas al núcleo consolidado y al beneficio inmediato de las más altas clases sociales y más importante en el ámbito Centro Europeo, al menos durante la Edad Media, que en el Mediterráneo. La ciudad mediterránea se caracterizó por su compacidad y su neta separación entre paisaje urbano y paisaje rural, pero sus clases altas, su “burguesía” dividió normalmente su tiempo entre la “domus” urbana y la “vila” rural. Una alternancia que se extendió y generalizó en la Europa central medieval y se amplía en la mediterránea coetánea a los estratos sociales medios, es el caso de Florencia, con sus “seis mil abituri (quintas de recreo) ricos y nobles” de su campiña inmediata, así como de Toulouse y Barcelona (G. Dematteis, 1998)-
Una estructura básica muy compleja que, en muchos casos, ha dejado huellas muy vivas y trascendentes en los modelos urbanos posteriores, sobre todo en los cascos antiguos y medievales todavía vivos de muchas ciudades europeas.Aparte los grandes monumentos singulares, como templos, palacios y mercados, subsisten caracteres formales visibles en el mismo viario, aún conservado a veces, de calles y callejones como de plazas y plazuelas, en sus diferentes tipos de viviendas privadas y, sobre todo, en los materiales con que se construyeron, en su disposición interna y, quizás más, en la distribución de los huecos –ventanas, balcones, celosías, miradores– y en la decoración externa que han dado a menudo una especial personalidad a sus fachadas.
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En algunos casos, la ciudad clásica (grecolatina) y la “cuadrícula” hispánica americana, como paradigmas de unas culturas bien perfiladas y con unos espacios territoriales definidos en dos momentos históricos concretos, entre los siglos HI y V d. J.C. la primera y los XVI y XIX la segunda, pudieran considerarse como globalizaciones/mundializaciones estrictamente regionales y temporales –Mediterráneo romano / Mare Nostrum, e Indias Occidentales / Ibero América - anticipos de la actual, fruto de la experiencia capitalista y las revoluciones socioeconómicas con inicio en el Setecientos (I. Wallerstein, 1979 y 1988).
LA SEGUNDA GRAN REVOLUCIÓN URBANA
En el complejo mundo de la ciudad preindustrial, se iniciaron con el Renacimiento algunos cambios sociales con una primera y tímida globalización / mundialización ligada a la tremenda revolución socioeconómica producida por los grandes viajes de descubrimientos de los siglos XV y XVI, y su gran consecuencia, el reconocimiento de la esfericidad y la unidad del globo terrestre. Unos cambios que alcanzan su máximo auge con la revolución demográfica, social e industrial del siglo XVIII y primeras décadas del XIX. Y que implicaron una segunda gran transformación urbana, origen de un nuevo modelo de ciudad, la denominada “industrial”, que acentuó la contraposición formal y, sobre todo, funcional y social del urbanismo tradicional y, a la vez, favoreció la homogeneización de los varios frutos del quehacer humano derivado de estos cambios.
Una tendencia uniformadora, globalizante, que estuvo acompañada y provocada por la difusión y el predominio del liberalismo económico expuesto en La Riqueza de las Naciones (1776) de Adam Smith, origen de un naciente capitalismo generalizador de las fuerzas del mercado y de la libre empresa, y base fundamental del gran periodo de máximo crecimiento económico mundial iniciado entonces en aguda concentración espacial, primero, en Inglaterra y, enseguida, en Europa central y los Estados Unidos (T. S. Ashton, 1950).
Junto a los cambios funcionales con la pérdida relativa de peso no sólo del campo sino también de los quehaceres artesanales, hay que resaltar el tremendo impacto derivado de la explosión demográfica que acompañó y favoreció a la revolución industrial y fue el resultado de las importantes medidas sanitarias y médicas descubiertas en esos momentos –por ejemplo, la invención de la vacuna de la viruela– y el gran éxodo campesino iniciado en paralelo y todavía presente.
A mediados del siglo XVII, la población mundial se estimaba en unos 550 millones de almas, cifra que a finales del Ochocientos se había triplicado hasta 1. 620 millones. Un crecimiento acelerado, en íntima relación con el rápido descenso de la mortalidad, que benefició en especial a las ciudades: Londres, 750.000 almas en 1750 y 6.581.000 en 1901, Paris, 547.000 en 1801 y 2.830.000 en 1911, Milán, 145.000 en 1810 y 593. 000 en 1909, Barcelona, 88. 000 en 1818 y 533. 000 en 1900, Bilbao, 9. 500 en 1799 y 83. 300 en 1900 (A. Sauvy, 1961 y Scientífic American, 1976).
El desarrollo de las actividades industriales y, a su vez, de las terciarias a ellas ligadas, provocó el nacimiento y la rápida difusión de un “nuevo urbanismo”. Surgieron así numerosas implantaciones urbanas, a menudo a partir de viejos núcleos rurales, como la inglesa Birmingham, la francesa Valenciennes o la española Bilbao. Pero, sobre todo, se impuso la transformación de la misma urbe “preindustrial”, mediante el relleno de sus espacios verdes interiores, el crecimiento en altura de las viejas casas campesinos y, sobre todo, de la remodelación del centro político y comercial preindustrial. Hacia 1833, Larra, refiriéndose a Madrid y a sus nuevas casas señalaba: “esas que surgen... por todas las calles de Madrid... que tienen más balcones que ladrillos y más pisos que balcones... por medio de las cuales se agrupa la población..., se apiña, se sobrepone y se aleja...” (M. J. de Larra, 1994, 244). En la práctica, el caserío –entre tres y seis plantas – de una buena parte de los cascos antiguos de las principales ciudades españolas y del resto de Europa se construyeron durante el siglo XIX.
A este casi espontáneo crecimiento interno se unió una frecuente operación quirúrgica de creación y transformación, a veces muy meditada, de los espacios vacíos –plazas y plazuelas– a través de la destrucción deliberada de antiguos edificios, a menudo religiosos, o bien de la sustitución parcial o total de las viejas construcciones por nuevos o renovados conjuntos administrativos o de servicios. En Madrid, por ejemplo, nació, a costa de un conjunto medieval abierto a finales del siglo XIX, una gran plaza denominada de Oriente y antesala del Palacio Real levantado en el siglo XVIII, y se construyó el Palacio de las Cortes en el solar ocupado por el anterior convento del Espíritu Santo. En un contexto parecido, en Granada, se diseñó la nueva plaza de la Trinidad sobre el destruido monasterio del mismo nombre y se trasladó su Ayuntamiento desde el entorno de la catedral, antes mezquita, a la porción conservada del renacentista convento
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del Carmen tras la apertura a sus expensas de la plaza del mismo nombre. Y, en Barcelona, el mercado de la Boquería se levantó sobre el monasterio de Jerusalén y la Plaza Real sustituyó al convento de los Capuchinos (H. Capel, 1975, J. G. Estébanez, 1989 y J. Bosque Maurel, 2000).
Pero, también, ante la imposibilidad de acoger a la naciente burguesía urbana y a la inmigración procedente del mundo rural preindustrial, se procedió a una expansión urbana externa. Por una parte, tras la destrucción de las murallas medievales o renacentistas –Zaragoza, 1820, Burgos, 1831,Bilbao, 1863, Valencia, 1866, Madrid,1868–, se iniciaron, fuera de los viejos límites urbanos, unas grandes barriadas perfectamente ordenadas de acuerdo con el modelo de los planeamientos loxodrómicos grecolatinos y de la “cuadrícula” hispanoamericana. Este fue el caso, según anteproyectos de Ildefonso Cerda y de Carlos María de Castro, de los “ensanches” de Barcelona y Madrid perfectamente adaptados a una legislación aprobada por las Cortes españolas en 1869. Su construcción se inició seguidamente y se llevó a cabo a lo largo de las siguientes décadas del siglo XIX y las primeras del XX (C. Carreras, 1993 y R. Mas, 1982).
No siempre estos planteamientos oficiales de la burguesía emergente fueron capaces de absorber el crecimiento demográfico tanto natural como migratorio de bajo nivel socioeconómico. Sus limitaciones favorecieron el desarrollo de barriadas periféricas casi siempre de autoconstrucción mas o menos ilegales y de escasa calidad. Así nacieron numerosos barrios periféricos y un tanto marginales, como los de la Prosperidad y Cuatro Caminos en Madrid, los de Campo Antúnez y Somorrostro en Barcelona o los arrabales trogloditas de Granada, Guadix y Almería. En paralelo, la doble expansión urbana fue rodeando y absorbiendo los antiguos núcleos rurales del entorno rural de la nueva “ciudad industrial”: Sans, Gracia y Sant André en Barcelona, Chamartín, Hortaleza y Vallecas en Madrid o Gorgozola y Sexto San Giovanni en Milán (C. Carreras, 1993 y A. López Gómez, 1981).
La desordenada e, incluso, caótica expansión de la ciudad industrial condujo a una red viaria interna poco favorable a la conexión de sus diferentes partes, al mal uso de los intrincados callejeros preindustriales y a un creciente deterioro y abandono de los barrios más tradicionales. Se produjo entonces una política urbana de apertura / ruptura de los cascos históricos que tuvo su paradigma en la revolucionaria reforma interna desarrollada en Paris por el prefecto I. Haussmann entre 1853 y 1871 con el objetivo de “rasgar el tejido urbano del casco histórico mediante amplias avenidas de majestuosos edificios, convergentes en plazas grandísimas y monumentales” (J. G. Estébanez, 1989, 82). Todo ello en función de los muchos intereses públicos y privados de la burguesía emergente y de su mejor adaptación a las exigencias de las nuevas tecnologías.
Este fue el caso, en España, de las Gran Vías de Madrid y Granada planeadas a fines del siglo XIX y llevadas a cabo en la primera mitad del XX. Unas acciones que habían tenido antecedentes como las incisiones abiertas en los viejos cascos urbanos de otras ciudades españolas: la calle de Alfonso I en Zaragoza (1866-1918) a través del arrabal medieval del Pilar, la calle de Bailén (1836-1850) en el Madrid de los Austrias y la muy posterior Vía Layetana de Barcelona (1958) a costa de su barrio “gótico”, entre otras muchas intervenciones (J. Bosque Maurel, 2001).
El desarrollo un tanto anárquico de la nueva ciudad industrial fue, a veces, tan negativo para el orden social y para el medio ambiente, y en definitiva para el Hombre, que fue imprescindible la introducción uniformadora de estrictas normas y de profundas limitaciones a la espontaneidad y al individualismo, especialmente en el urbanismo derivado del capitalismo más salvaje sometido a un liberalismo pleno, manchesteriano, denunciado por F. Engels en 1845 (1974) y bien presente en las novelas, por ejemplo, de Charles Dickens (Oliver Twist, 1838, David Copperfield, 1849)y, en España, de Pío Baroja (La lucha por la vida, 1904) y Vicente Blasco Ibáñez (La horda, 1905) (J. Bosque Maurel, 2002).
Sólo así puede explicarse el conjunto de nuevos planteamientos, primero intelectuales y luego sociales y políticos que, desde finales del siglo XIX y a todo lo largo del XX, fueron surgiendo a nivel arquitectónico y urbano. Y que contribuyó a los importantes cambios habidos en el urbanismo de finales del siglo XIX, entre los que es un ejemplo significativo, la “Ciudad Lineal” de Arturo Soria planteada y en parte realizada (1894) como “una sola calle de una anchura de 50 metros”, vinculada a un ferrocarril / tranvía y un habitat de baja densidad provisto de huertos y jardines (F. Terán, 1968). Algo posterior fue la “ciudad-jardín” de Ebenecer Howard (1898), de la que Peter Hall (1988, 143) dice que son lugares “bastante agradables para trabajar y vivir” y que, “cuarenta años desde que se iniciará su construcción, casi nunca son noticia”. Un modelo pronto introducido en el mundo mediterráneo aunque con variantes varias: Neguri (Bilbao), Granada, Zaragoza, Barcelona. Intentos espeISSN
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cíficos y muy novedosos que ya se plantean con decisión llegar a la “ciudad habitable” (J. Bosque Maurel, 1994).
Asimismo, se mantuvo cierta dependencia, al menos en Europa, respecto al nacimiento y desarrollo de las vanguardias culturales europeas, generadoras de ideas y actitudes que replantearon las reglas del comportamiento social y espacial de la ciudad y pusieron en cuestión el modelo urbano heredado. Un conjunto de ideas y doctrinas que culminaron tras la I Guerra Mundial en un esfuerzo común de urbanización y remodelación tanto de la ciudad “preindustrial” como “industrial” con nuevos postulados arquitectónicos y urbanísticos como los expuestos en la Carta de Atenas de Le Corbusier o la Bauhaus de Walter Gropius y Mies Van der Rohe (F. Terán, 1978). Y que, sin duda, tuvieron bastante influencia en el desarrollo de los siguientes modelos de ciudad.
El desarrollo de la ciudad “industrial” a lo largo del siglo XIX y primeras décadas del XX condujo, casi insensiblemente a una “descomposición funcional de la ciudad tradicional caracterizada por la independencia dentro (de ella), de la vivienda respecto al trabajo y las zonas verdes y los lugares de esparcimiento y ocio, o de estos últimos respecto a la residencia y los comercios” (J. Casar Picazo, 1989, 111). Y todo ello a través de la evolución insolidaria de las clases sociales, de las diferentes células urbanas y, más aún, de los distintos medios de transporte. Unos resultados que dieron lugar a una respuesta bastante negativa, pese a sus indudables ventajas parciales, en la que estuvieron presentes muchos de los intelectuales de finales del siglo XIX: los Goncourt, Proudhon y Sardou calificaron de vulgares y aburridas “la regularidad, la simetría, la complicación técnica de Ciudad de Haussmann” (L. Benévolo, 1993, 190).
Y que, de manera muy diversa y a veces contrapuesta, coinciden con los movimientos más espontáneos que, en Norteamérica, estaban conduciendo a una manera distinta de hacer ciudad, la “post industrial” o “post fordista”.
LA CIUDAD POST INDUSTRIAL/POST FORDISTA
Una de las características dominantes en la evolución de la ciudad “industrial” es su creciente “anglicanización”, algunos dirían “americanización”, de acuerdo con el peculiar empleo de este vocablo que se ha difundido desde los Estados Unidos. Y que es especialmente visible en el desarrollo y el funcionamiento de la actual sociedad urbana y en el nacimiento de otro modelo de ciudad, “¿nueva?”. Un modelo que ha sido esencial, en la segunda mitad del siglo XX, en el proceso de “globalización” dominante en la sociedad del comienzo del III Milenio.
Un factor esencial en el desarrollo de esta “anglicanización” / “americanización” fue –y sigue siendo– la aparición y el crecimiento arrollador de una nueva energía, el petróleo y sus consecuencias –la gasolina, el motor de explosión y el automóvil, “car” en inglés y “carro” en Iberoamérica–, primero en los Estados Unidos, después en el conjunto de América y, finalmente, en todo el mundo. Una energía a la que, muy pronto, y con similar trascendencia, siguió la electricidad y sus varios usos, el transporte urbano en superficie y subterráneo, la iluminación tanto pública como privada y el “ascensor o elevador” (Lift) como apoyo y fundamento de un urbanismo creciente en altura. Con sus consecuencias inmediatas, la constitución y difusión de un modelo “nuevo” de ciudad, “post industrial” o “post fordista”, iniciado a comienzos del Novecientos en los Estados Unidos y extendido después, pero enseguida, a todo Occidente, aunque con indudables y numerosas variantes (S. Lilley, 1965 y O. Handlin y J. Burchard, 1966).
Con la urbe “industrial”, y después, en especial, con la “post industrial o post fordista”, se inició la tremenda explosión urbana que, desde entonces, ha convertido a la ciudad en el principal y casi único protagonista de la ocupación y el uso del espacio terrestre. La población urbana, considerando como tal a la residente en los núcleos habitados con más de 20.000 almas, a comienzos del siglo XIX, sólo abarcaba el tres por 100 de la población terrestre. Actualmente, en el paso al tercer milenio, ha llegado a significa el 49 por 100 de los habitantes de la Tierra. En paralelo, de la existencia, casi en solitario, de Londres, considerada la mayor urbe mundial en 1800 gracias a sus 800. 000 habitantes, se pasó, a principios del siglo XX, a un total de 16 ciudades de más de un millón de almas, a unas 470 en el año 2000, y a la veintena de “mega ciudades”, urbes superiores a los diez millones de habitantes, dispersas por todo el mundo a finales del siglo XX. Y, también, a que las mayores “mega ciudades” sean asiáticas – Tokio ( 35.2 millones en 2005), Bombay (18.1) – e iberoamericanas, Ciudad de México (19. 4 millones, 2005) y Sào Paulo (18. 3) (J. Bosque Maurel, 1993-94).
En este desarrollo urbano fue factor fundamental la intensificación de la concentración en las ciudades del creciente éxodo campesino que, a menudo, ha llegado a vaciar los espacios rurales próximos y el comienzo acelerado de una inmigración internacional con objetivo inmediato en las grandes y meISSN
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dianas urbes tanto europeas como americanas. La existencia de esta población de varios orígenes y diversas etnias hace de estas ciudades, sobre todo de las mayores en habitantes, un ejemplo de multiculturalidad con todos los problemas de integración en la sociedad autóctona y la constitución de “ghettos” con sus muchas posibles consecuencias de difícil asimilación (Yi-Fu Tuan, 1974).
Se ha conformado así un panorama de “nuevas” ciudades y “nuevas” redes ciudadanas, “aglomeraciones urbanas” y “áreas metropolitanas”, fruto del crecimiento individualizado de las aglomeraciones preexistentes y de la fusión / absorción de los pequeños núcleos urbanos y rurales comarcales anteriores en el tiempo e independientes en ese momento. Y, también, del nacimiento desde un núcleo urbano inicial de nuevos emplazamientos (suburn) dispersos por todo un espacio inmediato ganado por una ocupación “en mancha de aceite o “a saltos”, “suburbanización”, caracterizada por su desorganización y heterogeneidad funcional.
En esos nuevos ámbitos, ha nacido un complejo urbano jerarquizado con dos posibles variantes en una dominante urbe central: una “ciudad primate” de origen antiguo, rápido crecimiento y gran concentración socioeconómica, o una “conurbación” también central derivada de la fusión de dos o más ciudades similares en tamaño, orden social y poder económico. Conjuntos centrales con abundantes recuerdos y reliquias, casi arqueológicos, de tradición europea, británica o hispana, y, fuera de América y Europa, islámica y/o extremo oriental. En uno y otro caso, dependiente de esas dos posibles entidades centrales, existe una aureola “suburbana” periférica, una “área metropolitana”, que incluye un vario y disperso sistema jerarquizado de menores núcleos urbanos e, incluso, algunas reliquias rurales. Una situación nueva, característica, de “suburbanización”y “metropolitización” (J. Gottmann, 1961 y A. A. Artigues y otros, 2006).
No menos importante es la transformación sufrida por las funciones urbanas a lo largo del siglo XX en el que, sobre todo, se ha definido y subrayado el modo de vida de las ciudades, especialmente en los países desarrollados, en el Primer Mundo, y, hasta cierto punto, en las continentes y naciones por desarrollar y dependientes económica y culturalmente del Centro. En esencia, siendo muy importante el papel de la industria en todas sus formas, su significado se ha hecho menor dentro de la ciudad primate, se ha refugiado en las urbes intermedias del área de influencia del núcleo urbano central y principal, o bien, se ha acogido en este último a alguna de sus barriadas periféricas. En cualquier caso y más aún, el Centro controla los polígonos industriales, polos de desarrollo y/o parques tecnológicos creados en las grandes periferias urbanas y, sobre todo, organizan la vida socioeconómica del espacio suburbano y el área metropolitana crecientes (R. Méndez y Henar Pascual, 2006).
La emigración y el retroceso de las actividades industriales se han visto acompañados por una dominante terciarización del sistema urbano. Es relevante la extensión y generalización, la modernización y difusión, del comercio mayorista y minorista con nuevas y diversas fórmulas mercantiles, el crecimiento arrollador de la atención al ocio ciudadano y, aún más, al turismo nacional e internacional, la expansión de la actividad financiera a nivel local, nacional e internacional, la extensión de los servicios personales y, finalmente, con alguna especialización espacial, la aparición de la cuaternarización en los grandes centros ciudadanos con significado mundial y nacional, es decir, de los servicios de apoyo a la empresa y a la economía en general y, con una atención prioritaria, a los procesos y medidas innovadores.
Unos cambios, fruto mayoritario de las crecientes facilidades derivadas del desarrollo del transporte intra urbano e interurbano. Primero, individual y singularizado, gracias al motor de explosión en sus diversas modalidades y, en definitiva, del automóvil, pero también de la electricidad, que han revolucionado el transporte público colectivo (autobuses, tranvías, metropolitanos). Pero, no menos, de la aparición y consolidación de las comunicaciones a larga y media distancia mediante una compleja red de autovías y autopistas imprescindibles para la conexión entre los diversos espacios metropolitanos y para la relación más próxima en el interior de ellos mismos.
Asimismo, a estos medios de transportes tradicionales modificados, hay que añadir, con creciente trascendencia, otros, “massmedia”–telégrafo, teléfono, radio, televisión, Internet– que, en un tiempo mínimo, facilitan una conexión que puede llegar a cubrir toda la faz de la Tierra. Un complejo revolucionario (técnico, científico e informacional) que ha sido fundamental en la expansión y el predominio urbanos pero no menos en la creciente mundialización / globalización de la Humanidad, en la aparición de lo que se ha llamado la “aldea mundial” (Milton Santos, 1994 y 1996 y G. Benko, 1999).
La gran trilogía ciudadana que componen las “mega ciudades”, las “conurbaciones” y las “áreas metropolitanas” tienen como fundamento principal una densa y, en princiISSN
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pio, eficaz red de líneas de trasporte que enlazan sus diferentes componentes. Se han constituido así unos espacios físicos conformados por una común estructura de dos ámbitos muy distintos formal y espacialmente y en clara oposición funcional, los mundos rural y urbano, un complejo en el que coexisten una o varias urbes primates y/ o centrales.
Por una parte, en cada una de estas “ciudades primates” –y en menor medida en las secundarias” existe un complejo urbano dominante, los “distritos centrales de negocios”(CBD) (R. Murphy, 1966), barrios de construcción moderna que, a menudo, han sustituido, parcial o totalmente, a los “cascos viejos” preindustriales, con edificaciones masivas y compactas, exentas o no, en altura creciente, los característicos “rascacielos”, punto de parida de la competencia entre las grandes urbes mundiales por contar con el edificio “más alto del mundo” o, al menos, del país: en Nueva York, las “Torres Gemelas” de infausto recuerdo o el “Empire State”, en Madrid, el “Edificio Picasso” o la “Puerta de Europa”, en Barcelona, el “ Agbar” o las “Torres Olímpicas”, casi siempre obras firmadas por arquitectos de fama mundial.
Distritos que concentran, en torno a la Bolsa y los Bancos centrales, la vida económica empresarial, reúnen las grandes estaciones de transporte intraurbano e interurbano, participan en la administración local y regional y son, hasta cierto punto, dispensadores del ocio con una buena parte de la hostelería, la restauración y los espectáculos públicos. En contrapartida, su uso como vivienda es prácticamente nulo y, en todo caso, está limitado al personal de atención y defensa de los edificios y de sus usuarios, siendo, también, poco frecuentes los servicios estrictamente personales siempre muy dependientes de un horario estricto dedicado a la atención mínima de una población estrictamente temporal.
Por otra parte, existen unas “áreas residenciales” que, contorneando al CBD, ofrece dos modelos y dos espacios distintos. Uno, correspondiente a los “ensanches” propios de la “ciudad industrial”, sobre todo europea, está conformado por una trama geométrica de avenidas y calles con edificios en orden cerrado y altura media, entre seis y plantas, de calidad y presencia social muy varia y, a la vez, bien demarcada espacialmente, y con unos servicios comerciales numerosos de muy diverso tipo – grandes superficies, supermercados, locales especializados, tiendas de tipo tradicional, venta ambulante -, alguna hostelería y restauración de uso inmediato y local e, incluso, una pequeña industria, artesana en muchos casos.
El segundo modelo residencial, de origen y creación reciente, desarrollado a lo largo del Novecientos y en momentos sucesivos de carácter distinto, es la gran “periferia residencial” que, en la actualidad, da acogida a la mayor parte de la población urbana tanto en las “mega ciudades” como en las urbes de tipo medio. Predomina un modelo esencialmente “ anglo americano”: unifamiliar, ajardinado y vario socialmente en sus volúmenes, en sus formas y en sus materiales lo mismo que en su valor de cambio y en el que se destacan las colonias cerradas de grandes fincas de alto precio y elevado nivel social. No faltan, sin embargo y sobre todo en Europa, los “barrios dormitorio”, urbanizaciones masivas en altura, de grandes edificios en orden abierto, provistas de espacios ajardinados colectivos anejos, de varias plantas y uso plurifamiliar aunque desiguales en sus costes y en su calidad.
Aparte, ordenadas periféricamente o intercalados en unas y otras áreas residenciales, se encuentran asentamientos marginales, conjuntos de viviendas de baja calidad y reducida salubridad –chabolas, bidonvilles, villas lata–, casi siempre de autoconstrucción, y promociones institucionales baratas de escaso espacio habitable y útil y faltos, por sus malos materiales y las limitadas condiciones constructivas, de seguridad y continuidad en el tiempo (A. Zárate, 1991 y AA. VV, 1999).
Este dualismo urbano ha sido provocado, en principio, por un proceso de “desurbanización”, es decir, por el abandono por su población tradicional, especialmente la más acaudalada y de mayor nivel social, de los “cascos” o “centros” urbanos más antiguos, que ha buscado acomodo en los núcleos urbanos de nueva construcción inmediatos a los límites de la ciudad tradicional y, enseguida, en el cinturón de las nuevas poblaciones de la periferia constitutiva de los típicos “suburn” residenciales y origen de una clásica “ suburbanización.” Pero también por la inmigración no sólo rural y regional autóctona sino cada vez más de origen continental y intercontinental y, por tanto, plurinacional y pluricultural, en especial del Tercer Mundo, que se ha establecido, especialmente, en los espacios deteriorados del “casco antiguo” y en ciertos lugares de sus “áreas metropolitanas” y, por lo general, en aquellas partes más abandonadas y deterioradas acordes con su escasa capacidad económica y, también, con los grupos afines a su origen étnico, familiar y tribal.
La oposición territorial resultante y su diferente composición demográfica y social ha provocado, desde un primer momento, una extraordinaria y creciente movilidad de la población, originada y facilitada por un plan vial
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más o menos adaptado a esa movilidad y una red de transportes y comunicaciones tanto individuales como colectivas que la favorecen y que implican alternativas temporales de ocupación de la ciudad y muy distintos usos del suelo urbano.
Las áreas funcionales productivas, en especial el “CBD”, ofrecen una elevada densidad de población diurna y un mínimo nocturno que se extiende al “week end”, todo ello en función de los horarios de trabajo. Únicamente aquellas áreas dominadas por los servicios dedicados al ocio y al recreo en todas sus formas, por lo general próximos a los distritos centrales, constituyen una excepción ya que presentan una relativa presencia nocturna y de fin de semana. En las ciudades europeas, de larga historia, el CBD, la City o la Cité se encuentran, al menos en parte o en sus proximidades, en sus cascos viejos habiendo provocado a menudo remodelaciones importantes de esas áreas de vieja historia.
Ocupadas, en conjunto, estas áreas centrales solo unas horas al día por una numerosa y cambiante población transeúnte, muy diferente según los horarios y los usos, y a menudo limitada a la mera presencia de unas gentes para quienes son simples lugares de encuentro o tránsito, engendran una cierta inhospitalidad favorecida por unas vías reservadas en gran medida, sobre todo fuera del tiempo de trabajo, al tráfico rodado, y son la causa de una sensación, real y / o imaginaria, de inseguridad y miedo en muchas partes de la ciudad (M. J. Dear, 2000).
Por su parte, los distritos residenciales, en especial los “suburn” periféricos, provistos apenas de los servicios mínimos, se encuentran en gran medida vacíos durante el día y sólo alcanzan su máxima ocupación al atardecer y durante la noche, además de los fines de semana. Una presencia casi exclusivamente limitada a los hogares y domicilios familiares, ya que su callejero, apenas peatonalizado, es sobre todo un viario dominado por el transporte privado automóvil. Por ello, tienden a fraccionarse artificialmente para su defensa y guarda por cercas solo rotas por unos escasos puertas de acceso, y provistas, como el conjunto de los espacios urbanos convertidos en ciudades-dormitorio, de una estricta protección y vigilancia pública o privada. Una imagen combatida y rechazada frecuentemente por sociólogos e historiadores como Jane Jacobs (1961).
Este contraste entre un cinturón residencial exterior y un núcleo central de actividad, ambos especialmente dinámicos aunque de forma distinta, implica, en muchos casos, una “zona de transición”, intermedia, aunque en general próxima al CBD, más o menos discontinua y muy deteriorada física y socialmente y a menudo organizada en auténticos “ghettos” étnicos o económicos.Y que, en ocasiones, puede haber iniciado una mayoritaria y transformadora “remodelación” y una mucho menor “conservación”/“rehabilitación” nada respetuosas con los anteriores ambientes urbanos y apenas proclive al respeto de algunos edificios singulares de cierto valor histórico en unas escasas ciudades de relativa y limitada antigüedad de los Estados Unidos y mucho más frecuentes e importantes en las más históricas Ibero América y, sobre todo, Europa (C. Jones, 1979). Un índice significativo es el hecho de que, en el Patrimonio de la Humanidad, las ciudades europeas son cerca de cincuenta, frente a las diez existentes en América del Norte y a las veinte proclamadas en América del Sur.
“CBD”, “Suburn”, “Centros comerciales” y “Autopistas” son rasgos característicos, aunque no exclusivos ni únicos, de la identidad de la ciudad norteamericana “post fordista” que, sobre todo, después de la II Guerra Mundial, se ha difundido por todo el mundo. En este modelo no faltan las variables y los matices, que podrían sintetizarse en uno, inicial, “concéntrico”, definido por E. W. Burgess (1925) y difundido por R. S. Park (1935 y 1960). Y que, sometido a fuertes críticas derivadas de un mejor conocimiento de la ciudad estadounidense, condujo al establecimiento, entre los geógrafos y ecólogos anglosajones, de diversas variantes: la ciudad “sectorial” (H. Hoyt, 1939) y la “polinuclear” (C. O. Harris - E. L. Ullmann, 1945), por ejemplo.
La imagen actualizada, sobre todo de las “mega ciudades” tanto americanas, las más cercanas al prototipo inicial, como europeas y, en menor medida, asiáticas y africanas, responde a alguno de esos modelos o a alguna de sus variables. Y no sólo en las “metrópolis” centrales sino también en sus “ensanches” periféricos y en las remodelaciones de las poblaciones de tipo medio dispersas por las “áreas metropolitanas”. Toda una serie de casos que varían según las distintas edades de nacimiento y, no menos, de la complejidad de su evolución histórica (P. Claval, 1981 y H. Carter, 1983).
La ciudad europea es, sin duda, algo diferente al modelo básico anglosajón sin que falten algunos de sus principales caracteres. Es fundamental la presencia de los momentos claves de su pasado urbano y, además, la incidencia creciente del modelo “americano”. Hoy, entre las ciudades “post fordistas” o “post industriales”, se incluyen ejemplos de muy complejo pretérito de urbes europeas, entre las que
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se destacan por su pasado romano e islámico las españolas y en las que no falta la modernidad racionalista, de Ebenezer Howard, Le Corbusier y la Bauhaus. En muchas de ellas, españolas y europea, aparece, con matices, el dualismo “centro de actividad/casco histórico” versus “periferia residencial” tanto plural como unifamiliar y, sobre todo, el racionalismo de diferenciación espacial de las funciones tan característico de la Carta de Atenas.
Es claro que en las áreas centrales monumentales e históricas de estas ciudades de lejano y vario origen, la pluralidad cultural medieval justificó, al menos en España y pese a los siete siglos de Reconquista cristiana, un urbanismo de relativo encuentro y hasta convivencia, muy actual, que hizo de Toledo, como de otras poblaciones hispanas, la “ciudad de las tres religiones” (A. Castro, 1954), dotándolas de una monumentalidad y un ambiente singulares. Con todos los problemas que ese pasado medieval significa si, además, se agrega su posterior evolución hasta el impacto de las sucesivas revoluciones urbanas, “industrial” y “post industrial” e, incluso, de su apertura a todos los movimientos ciudadanos posteriores (A. Zárate, 1992).
MÁS ALLÁ DE LA
“CIUDAD POSTINDUSTRIAL/POSTFORDISTA
Desde el comienzo de la Revolución industrial y su “nuevo” urbanismo, el deterioro de algunas barriadas de la “ciudad industrial” fue una de sus principales consecuencias, un deterioro incrementado por la “ciudad post fordista”. Sobre todo, se hizo presente en ciertas partes del “casco histórico” distanciadas o no afectadas por aquellos elementos nobles –catedrales, plazas mayores, palacios de gobierno– insertos en su plano. Entonces, se inició también el abandono de su población, en especial de la más pudiente y, también, dirigente y con mayores responsabilidades ciudadanas.
Un colectivo que se fue a residir fuera de la “ciudad vieja”, a las áreas renovadas o de nueva edificación cerrada y en altura ocupadas según una disposición vertical que asignaba las primeras plantas –principal y primera– a las clases sociales altas y reservaba las buhardillas y los sotobancos a las clases bajas que habían abandonado, a su vez, el centro antiguo. Un doble abandono que facilitó el deterioro de la “ciudad histórica” y favoreció un hecho novedoso de “contra urbanización” o “des urbanización” que coincidió en el tiempo –y continúa aún– con la “suburbanización” típica de la “ciudad post industrial”.
Este deterioro estuvo protagonizado en algunos casos por incidentes ocasionales que afectaron a urbes tradicionales bien asentadas. Así ocurrió con el gran incendio que destruyó Chicago en 1871 y que condujo, con su reconstrucción, al “loop”, su actual centro de negocios (CBD). Al del nuevo San Francisco surgido tras el terremoto de 1904 que arrasó la mayor parte de su caserío. O, también, entre 1941 y 1944, a los bombardeos alemanes de Londres que contribuyeron a su actual y renovada “city” y a los de los aliados que arrasaron urbes germanas como Berlín, Dresde y Nuremberg entre otras. Unos hechos de muy diferente origen pero que llevaron, a veces, a la aparición de áreas urbanas mal conservadas formalmente y muy perjudicadas social y económicamente como el Soho londinense, el “barrio chino” de Barcelona, el Harlem “negro” de Nueva York, o los distritos “rojos” de Ámsterdam y Hamburgo.
Esas distintas acciones provocaron y generalizaron una “remodelación” supuestamente modernizadora del callejero y del caserío tradicionales que no afectó a los grandes monumentos singulares de su pasado –catedrales, palacios, jardines, plazas y espacios públicos– pero que destruyó no sólo la materialidad del “casco viejo”, sobre todo medieval, sino, en especial, su peculiar fisonomía y su ambiente histórico, y lo sustituyó por una trama viaria más o menos loxodrómica y un nuevo caserío de edificios en altura y gran densidad humana. Renovación causa de unos drásticos cambios sociales de distinto alcance que, incluso, facilitaron la difusión de los movimientos urbanos modernistas y funcionalistas nacidos a comienzos del siglo XX y con su mejor representación en las ideas de Le Corbusier y de la Carta de Atenas, aprobada en 1933 y publicada en 1942. (T. Hilpert, 1983 ).
Una profunda transformación formal y estructural que, en primer lugar, y aún hoy, insiste en la especialización espacial e, incluso, social de las actividades económicas y, sobre todo, en el acelerado crecimiento y en el predominio de la “terciarización” nacida con la “ciudad industrial” y desarrollada por la “post industrial”. Y a la que cabe añadir una nítida discriminación social del espacio y el nacimiento de una “ciudad dual” no sólo urbanísticamente sino en su composición y distribución social por la introducción de nuevas pautas de comportamiento individual y colectivo (M. Castells, 1989).
En general, la actual sociedad urbana tiende a diferenciarse en dos grupos y dos ambitod humanos diferentes y contrapuestos. Uno, minoritario en número, tiene el control de la vida económica, cuenta con los máximos ingresos, se reserva el poder político, y ofrece una cierta homogeneidad en origen y
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en desarrollo cultural. El segundo, una mayoría creciente en número y en claro declive socioeconómico, se caracteriza por su pobre significado social y su varia procedencia étnica y cultural fruto de una fuerte inmigración nueva de escala continental.
Añade complejidad a esta emergente y dual estructura humana, primero, la reducción de los índices de participación de la fuerza laboral definida y controlada oficialmente, después, la explosión de una economía “sumergida” resultado de actividades no reguladas y mal conocidas, y, finalmente, la proliferación de una economía ilegal y / o criminal –delincuencia organizada, tráfico de drogas y de personas, prostitución– fundamento del empleo y la vida de una parte de las minorías étnicas y sociales. Con la consecuencia inmediata de la existencia de áreas urbanas discriminadas y definidas por la tensión y el aislamiento social fruto del temor a los otros y la delincuencia más o menos generalizada y localizada (J. Bosque Maurel, 1996).
Los asentamientos y actividades de estos dos grandes colectivos contribuyeron y se adaptaron de manera significativa a la estructura de la “ciudad post industrial” y contribuyeron a su creciente y acelerada transformación. Un hecho decisivo ha sido el distanciamiento y la complejidad de la relación entre el espacio residencial, esencialmente periférico y suburbano, y la actividad económica, muy terciarizada y acumulada en el “centro urbano” (CBD) o en los posibles y poco significativos centros secundarios repartidos por la trama ciudadana consolidada. También cabe resaltar la práctica desaparición en la urbe de las actividades industriales que, si subsisten, se concentran en determinados y muy concretos puntos – “polígonos industriales ” y “parques tecnológicos ” - de la periferia, siempre distintos y distantes de las áreas residenciales y de negocios (M. Castells y P. Hall, 1994).
Aunque, quizás, uno de los más decisivos cambios haya tenido lugar en relación con los servicios de mayor impacto colectivo, como el abastecimiento y la atención de los urbanitas y, en concreto, de sus actividades mercantiles. Esencial en este sentido ha sido la pérdida de importancia, a veces hasta la desaparición, del comercio tradicional - zocos, mercados de barrio, pequeño comercio - y su sustitución, primero, en las áreas centrales de la ciudad, por los “grandes almacenes” y los “supermercados” de autoservicio, oferta múltiple y precio fijo y único, y, más tarde, facilitando la implantación del cinturón residencial periférico, por el nacimiento y la difusión de las “grandes superficies” y / o los “centros comerciales” que, gracias al transporte automóvil y la proliferación del aparcamiento automóvil, atienden casi en exclusiva a la periferia residencial e, incluso, penetran en las áreas urbanas consolidadas. Un sistema comercial novedoso al que se agrega un cierto renacer de los mercadillos callejeros temporales y de la venta ambulante y a domicilio (J. A. Dawson, 1980 y A. Metton, 1984).
Con la particularidad de que, últimamente, a los estrictos objetivos mercantiles se están añadiendo, tanto en los distritos centrales como en los bordes internos y externos de la periferia residencial, servicios financieros, de restauración y ocio que, al instalarse en las “grandes superficies” y en los “centros comerciales” los están convirtiendo en lugares más seguros de encuentro y paseo.
Sin embargo, este nuevo urbanismo en continuidad evidente del post fordista implicaba – e implica– una amputación de aquello que es más importante en la función urbana, “maximizar las interrelaciones sociales y favorecer los encuentros y el intercambio en todos los sentidos”, y que, al reducir las necesidades de los ciudadanos a “la trilogía le corbusiana de habitar, trabajar y recrear, hace de la urbe una caricatura” (P. Claval, 1981, 554). Ya en 1942, uno de los protagonistas del “nuevo urbanismo” Jopsep Lluis Sert advertía de su entidad y refiriéndose explícitamente a las metrópolis norteamericanas señalaba el duro debate producido en los años cincuenta y sesenta del XX, que provocó importantes matices urbanísticos en las mismas aglomeraciones estadounidenses y, sin impedir su penetración en Europa, mantuvo vivos los modelos europeos, el “mediterráneo por ejemplo ( F. J. Monclus, 1998, 5 y 6).
Y que, además, en paralelo, llevó en algunas ocasiones a planteamientos bastante radicales patrocinados por Le Corbusier. La Carta de Atenas partía de un supuesto inicial: “la negación absoluta de la validez de la ciudad tradicional” (J. Casar Pinazo y otros, 1989). Así se podía justificar el arrasamiento parcial o total del barrio histórico de la Candelaria de Santa Fe de Bogotá –y en general de los “viejos cascos urbanos”– planteado, sin éxito, al Ayuntamiento de esa ciudad colombiana y su reconstrucción conforme a los planteamientos de la “ciudad funcional”.
Una pretensión llevada a efecto en algunos casos, pero a menudo con poco éxito, pero que si facilitó el desarrollo, a veces paradigmático del proyecto y construcción “ex novo” de algunas urbes centrales y de nuevas capitales nacionales. Por ejemplo, la brasileña Brasilia (1956-1961), la australiana Camberra y la paquistaní Islamabad, en todos los casos planteadas como punto de partida
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de una reordenación territorial próxima a la Carta de Atenas.
Parecidos objetivos aunque en un nivel inferior, y con mayores diferencias teóricas, ha tenido el desarrollo de las “new towns” y los “nuevos” arrabales en sus diferentes fórmulas: las propuestas por Ebenezer Howard (Garden City), el mismo Le Corbusier (Ville Radieuse), F. L. Wright (Broadacre City) y, finalmente, después de la II Guerra Mundial, a las promociones federales en Estados Unidos, o estatales en Gran Bretaña, Francia, Brasil y la URSS, notorias por su escasa suerte. Frecuentemente, sometidas a fuertes y demoledoras críticas (F. Choay, 1965 y Cl. Chaline, 1988 y A. Paviani, 1985).
Por ello, la reacción intelectual y social no se hizo esperar, y a lo largo de los años sesenta y setenta, nació y creció la conciencia de la existencia de una crisis urbana considerada por algunos geógrafos y sociólogos como el paso “a la muerte de la ciudad” y el camino a la “postcivilization”, al “final de la civilidad” (K. O. Boulding, 1966). Al menos, hasta cierto punto, podría significar un paso atrás en la búsqueda de la “ciudad habitable”, de la “habitabilidad” y la “sostenibildad” de la Tierra (J. Bosque Maurel, 1994).
Resalta, entre esas reacciones, el debate planteado por Jane Jacobs (1961) que, haciéndose eco de los problemas formales y sociales de Nueva York y de algunas otras ciudades del Este de los Estados Unidos, denunció el progreso en la gran “conurbación” de la costa atlántica estadounidense de la desintegración social a causa del cambio derivado del “nuevo orden urbano” y del aumento de los graves problemas de funcionamiento, incomunicación, hacinamiento, pobreza y delincuencia en los barrios “deteriorados” y/o “bajos” de las metrópolis y mega ciudades del país.
Reacción que condujo, sobre todo en Europa, mucho menos en América, al planteamiento teórico y práctico de la recuperación de las “ciudades viejas” o a su renovación dentro de un estilo que respetase las estructuras y los ambientes del pasado, redujese el vaciado poblacional de los distritos centrales, facilitase la restauración de sus edificios singulares y la rehabilitación del caserío tradicional y de sus ambientes propios de forma que sustituyese al deterioro y la insalubridad provocados por el abandono de la “ciudad vieja” (R. Kain, 1981 y AA. VV. 1990). Intentos de recuperación varios y muy distintos, y como telón de fondo de todos ellos, siempre existió la justificación teórica del retorno a los valores de la ciudad tradicional y su rehabilitación.
Una rehabilitación formal y material que debía implicar su renovación demográfica por el preferente mantenimiento de la población autóctona pero también por la admisión de nuevos vecinos procedentes de las áreas residenciales exteriores de la misma ciudad o bien de una inmigración variopinta en su origen étnico y en su estatus social. En definitiva, la puesta en marcha de un doble proceso de “gentrificación” y “reurbanización” contrario a la “desurbanización” anterior y aún dominante y que, con todos sus problemas, pudiera significar un paso adelante hacia un modelo más cercano a la “ciudad habitable”, a la “sustentabilidad” de las obras humanas (AA. VV. 1989, M. Ferrer Regales, 2003 y A. M. Zárate Martín, 1993).
Un conjunto de cambios que no impidieron el mantenimiento y la extensión a nivel mundial, incluso mediante su transformación, de muchos de los caracteres típicos del “urbanismo anglo-americano” y “post fordista” especialmente en las áreas de crecimiento urbano reciente pero también en los núcleos antiguos consolidados. Un modelo que algunos han identificado con el complejo urbano “multicentro y plural étnica y socialmente” de Los Ángeles en contraposición a la “ciudad mediterránea” considerada como prototipo de la urbe tradicional y preindustrial (P. Hall, 1996, F. J. Monclús, 1998 y E. Soja, 2000).
Así sucede aún con los anteriores procesos de “suburbanización” y “metropolitización” que se han generalizado, sobre todo, en los países desarrollados, aunque no sin modificaciones. El fenómeno de la dispersión del hecho urbano por el conjunto del territorio es hoy una realidad que alcanza dimensiones espectaculares. Cada vez con mayor intensidad, el suelo rural recibe equipamientos e infraestructuras que hacen avanzar los usos y comportamientos urbanos por ámbitos alejados de la ciudad “stricto sensu”, desplazando otros usos menos rentables desde el punto de vista económico y alterando sustancialmente los comportamientos de los habitantes de esos lugares.
Un fenómeno que algunos geógrafos apellidan de “urbanismo difuso”, de creación de ciudades “difusas” y, otros, de “fragmentación” de las formas urbanas. En principio, se trata de una reordenación de los espacios urbanos, sin duda muy relacionada con la actual “globalización” económica y, no tanto, social de la Tierra, con el ocaso de los sistemas socioeconómicos alternativos (capitalismo/socialismo) y la expansión y dominación a nivel mundial del modo de producción capitalista y, en fin, con el creciente papel que la innovación tecnológica está teniendo en esa reordenación del espacio terrestre (F. J. Monclús, 1998, G. Ponce Herrero, 2006 y A. A. Artigues, 2007)
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Todo ello está contribuyendo a que la presencia de la ciudad y de su influencia en el territorio no sólo esté favoreciendo las “redes de ciudades”y, en definitiva, la “metropolitización”, sino también la existencia de “ciudades aisladas” en un contexto de “campo” no urbanizado, y, en definitiva, como una “urbanización difusa” en un territorio sin urbanizar. “Ciudades y urbanización difusas” que conforman un “archipiélago metropolitano”, muy disperso y transparente espacialmente, fuertemente descentralizado, con menor polarización social y gran movilidad multidireccional que no excluye la existencia de una “ciudad central” y de poblaciones “medias” con algunas funciones básicas y una mínima jerarquía urbana. Un territorio urbanizado en el que resalta una identidad local ampliada y fuerte y una cierta pluralidad de funciones locales y localizadas (F. Indovina, 2006) (Tabla 1).
La “urbanización difusa” conduce a la “ciudad difusa” cuya formulación asume que la “ciudad” existe por sus atributos de “funcionalidad”, de “uso” y de “relaciones sociales”, en fin, por una “condición urbana” que no exige unos determinados caracteres formales ni la proximidad física de sus diferentes partes y elementos y que carece de confines ya que sus límites administrativos han sido superados y no garantizan su identidad ni su capacitación funcional previas. Una evolución que conduce, según F. Indovina (2006), al “archipiélago metropolitano”, es decir, a un territorio dominado por esa “condición urbana” en el que sus habitantes se integran según sus actividades, y en la que sus localidades / ciudades tienen una fuerte identidad local y su dimensión espacial es tan amplia como lo permiten los
Tabla I
Sobre la ciudad difusa
Ciudad en red Archipiélago metropolitano
No espacial Fuertemente espacial
Ciudad metropolitana Archipiélago metropolitano
Jerarquía hard Jerarquía soft
Concentración Difusión
Centralización de los polos de excelencia Descentralización de los polos
Movilidad prevalente unidireccional Movilidad multidireccional
Polarización social pronunciada Menor polarización social
Uso parcial del territorio Uso global del territorio
Ciudad difusa Archipiélago metropolitano
Aislamiento residencial Integración de los habitantes y
e integración productiva y de las actividades en zonas territoriales
Identidad local restringida y débil Identidad local ampliada y fuerte
Uso del territorio como ciudad Uso del territorio como metrópoli con
Pluralidad de funciones localizadas
Dimensión espacial contenida Dimensión espacial más amplia
Según F. Indovina, 2006. p. 31.
otros “archipiélagos urbanos” con los que convive. Toda una constitución abierta y distante que se encuentra favorecida - ¿y determinada? –por el desarrollo creciente y dominante de un medio técnico-científico-informacional de ámbito universal origen de unas áreas funcionales mal delimitadas en las que conviven flujos horizontales y verticales (M. Santos, 1996). Así, parece evidente que el urbanismo contemporáneo último –aparte su “regreso a los centros antiguos”– está dirigiéndose hacia otra –¿nueva?– manera de hacer y, sobre todo, de entender y vivir la ciudad.
En las investigaciones al respecto últimamente desarrolladas se han resaltado, en España, las transformaciones en marcha, sobre todo, en las áreas metropolitanas de Barcelona (Joan -Eugeni Sánchez, 1998), Madrid (R. López de Lucio, 1998 y M. Valenzuela Rubio, 2007) y de la Comunidad valenciana (G. Ponce Herrero, 2006)
Esta “nueva urbanización” y esta posible “nueva urbe” pueden ser una etapa más entre las ya aparecidas en la vieja historia de la ciudad. En fin de cuentas, la ciudad es, como el Hombre y la Humanidad, ante todo Historia y por consiguiente Cambio. Precisamente, el Cambio ha sido la constante por excelencia en la ya larga vida de la Ciudad.
REHABILITACIÓN Y “GENTRIFICACIÓN” EN EL ACTUAL URBANISMO ESPAÑOL
El urbanismo español, con cierto retraso en sus diferentes actuaciones, ha seguido en esencia las diferentes etapas que han caracterizado la evolución de la ciudad desde su aparición en el Neolítico hasta el post fordismo hoy en transición hacia otras formas urbanas.
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Con un continua concentración urbana que alcanzó su máximo desarrollado a lo largo del siglo XX y comienzos del XXI (Tabla II).
En 1900, la población calificada censalmente como urbana, es decir la residente en núcleos de población supriores a 10.000 habitantes, ascendía a 5.995.445 personas, el 32.20 por 100. Una concentración convertida en 1940, tras la Guerra Civil, en el 48 por 100 (12.438.138) sobre un total de 25.8 millones, y en el año comienzo del siglo XXI en 76.37 por 100 (31.195.960) de los casi 41 millones del total nacional, y en el Padrón del 2005 en el 77.09 por 100 (34 millones), que, tras el gran momento de la inmigración exterior, sumaba ya 44.108.530 habitantes para toda España.
Pero, en 1960, sólo 7.5 millones de los 30.98 millones de españoles vivían en las principales ciudades españolas (24.2 %). En ese mismo momento, coincidiendo con el I Plan de Estabilización Económica (1959-1963), se inició un fuerte incremento poblacional que llevaría en 1975 a albergar en esas urbes a 12 (33.2%) de los 36 millones de habitantes de la población española y daría lugar al comienzo de la formación de las primeras “áreas metropolitanas”.
A partir de 1975, hasta 1996, coincidiendo con la crisis económica de los setenta y ochenta y la posterior introducción de nuevas formas de producción, tuvo lugar un estancamiento demográfico con el menor incremento de población del Novecientos –36 millones de habitantes en 1975 y 39.7 millones en veinte años, hasta 1996 - y una ralentización del crecimiento urbano que limitó a unos 13.4 millones –12 millones en 1975– el total de población de las siete primeras ciudades centrales frente a los 39.7 millones del total español, con solo un 0.5 por 100 de aumento. Sin embargo, entre 1975 y 1996, las “áreas metropolitanas”, y sobre todo sus mayores localidades, crecieron tanto como las ciudades centrales con una clara pérdida de peso de éstas últimas respecto a sus conjuntos metropolitanos.
Finalmente, en una tercera fase (1996-2006), tras un periodo inicial de limitado incremento poblacional –39.7 millones en 1996 y 41. 2 en 2001–, se produjo, favorecido por la inmigración, un considerable incremento demográfico –44, 8 millones en 2206–, y se intensificó el desarrollo de las áreas metropolitanas de manera clara. No obstante, frente a la pérdida de peso de las ciudades centrales entre 1975 y 1996, en el siguiente momento hasta el censo de 2006, los diferentes cascos históricos se recuperaron claramente sin que, por otra parte, sus periferias metropolitanas acusasen pérdida alguna. La única victima directa fue y sigue siendo el mundo rural.
Así, como señala Oriol Nel-lo (2007, 20-24), en la situación urbana española, tras una etapa de retroceso “desurbanizador” entre 1975 y 1996 de los habitantes de las ciudades centrales metropolitanas – Madrid perdió 361.707 almas, Barcelona, 243.333, y Bilbao, 74.119 -, ha tenido lugar una década (1996-2006) de crecimiento demográfico “reurbanizador”: Madrid ha ganado 261.750 habitantes, Barcelona, 96.790, y Bilbao, con 4.730 menos, se ha estabilizado.
Abundando en el tema y considerando el conjunto de las siete primeras ciudades españolas – Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Zaragoza, Málaga y Bilbao -, cabeceras de otras tantas áreas metropolitanas, frente a un suave incremento en la primera década citada de 213.659 habitantes, apenas un 3 por 100 de la cifra de 1975, muy poco respecto a los años sesenta y anteriores, en un segundo momento (1996-2006), el crecimiento de la población total de esas siete ciudades, las primeras de España, ha duplicado al anterior (6.5 %). Un incremento que subraya el paso a la “reurbanización” desde la “suburbanización“ anterior, y que es visible también en el comportamiento de las “ciudades centrales” respecto a sus periferias metropolitanas: aquellas crecen al menos lo mismo que cada uno de sus espacios dependientes.
En plena coincidencia con la evolución de la población general, el regreso a los “cascos viejos” y su recuperación formal ha alcanzado plena vigencia y no sólo en el momento actual de pleno desarrollo urbanístico. Es un hecho que las medidas de protección de los valores históricos y patrimoniales del legado urbano se iniciaron ya, aunque de forma puntual y superficial, en las últimas décadas del siglo XIX. De ello dan buena cuenta, en España, las polémicas derivadas de la apertura de las Gran Vías de Madrid y Granada y de las que puede ser un buen exponente la obra de Ángel Ganivet sobre Granada la Bella (1896).
Polémicas y debates que conducirían a la Ley del Patrimonio Histórico Español de 1933, en la que se declaraban “Monumentos Histórico Artísticos” y, por tanto objeto de protección y conservación, a más de trescientos edificios singulares dispersos por la superficie nacional. Una declaración insuficiente ya que no impidió la destrucción de otros bienes también de gran valor, no incluidos en el Patrimonio y enclavados, sobre todo, en el litoral mediterráneo, hoy convertido en su mayor parte –Costas del Azahar y del Sol– en un murallón de cemento que afecta a las playas e impide la
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Tabla II
Evolución de la población urbana en España
Evolución de la población urbana (1900-2005)
Años Población total Población urbana %Población total
1900 18.607.630 5.995.445 32.20
1920 21.338.341 8.158.640 38.00
1930 23.677.095 10.149.459 42.90
1940 25.877.971 12.438.138 48.00
1950 28.117.873 14.642.802 52.10
1960 30.582.936 17.363.790 56.80
1970 33.956.376 22.575.966 66.50
1981 37.683.363 27.448.538 72.83
1991 38.872.268 29.141.360 74.96
1996 39.669.394 29.904.493 75.38
2001 40.847.371 31.195.960 76.37
2005 44.108.530 34.007.675 77.09
Fuentes.- INE. Censos de Población.
visión de sus paisajes tradicionales y han destrozado algunas de las Huertas y Vegas – Valencia, Murcia, Granada - de mayor significado histórico y de más calidad y valor agrícolas.
Posteriores son las legislaciones de significado similar, pero con mucha más capacidad decisoria, aparecidas en otros países europeos, como Inglaterra, Francia e Italia. Un paso adelante lo constituyeron las Cartas de Venecia (1964), Florencia (1985) y Toledo (1986) que dieron pie y contribuyeron a la promulgación por la UNESCO, en 1972, de la Convención sobre Protección del Patrimonio Mundial, Cultural y Mundial. La UNESO, en este documento, entre otros valores, reconoce y protege los “cascos antiguos” como parte esencial del Patrimonio de la Humanidad, y articula una Lista con un total de 842 bienes pertenecientes a 152 países. España con 38 lugares / bienes es la segunda nación de la relación, tras Italia, con nueve “cascos históricos”, Ávila, Baeza-Úbeda, Cáceres, Cuenca, La Laguna, Toledo, Salamanca, Santiago de Compostela y Segovia, y ocho conjuntos monumentales urbanos, la Alhambra, el Generalife y el Albaicín (Granada), la Mezquita – Catedral y Judería de Córdoba, la Catedral de Burgos, Parque y Palacio Güell y Edificio Milá (Barcelona), Torres Mudéjares de Teruel, Catedral, Alcázar y Archivo de Indias (Sevilla), Conjunto Arqueológico de Mérida, la Universidad de Alcalá de Henares, aparte otros veintiuno bienes no urbanos.
En España, aunque con retraso respecto a las intervenciones francesas e italianas, el ejemplo europeo condujo al desarrollo de un conjunto legislativo constituido, básicamente, por la Ley del Patrimonio Histórico Español de 1985, con 328 conjuntos histórico artísticos catalogados, los Reales Decretos y Órdenes de 1983 que protegen y regulan la rehabilitación del Patrimonio, los Planes Generales de Ordenación Urbana tanto comarcales como, sobre todo, los dedicados a una ciudad concreta y los diversos Planes Especiales de Reforma Interior, a menudo empeñados en barrios y áreas monumentales específicos, desarrollados por numerosos ayuntamientos.
Las medidas anteriores, incluidas las patrimoniales, tenían como objetivo básico la recuperación y conservación de los lugares protegidos. Conceptos sin duda fundamentales pero que se enriquecieron con el desarrollo teórico y práctico de la “rehabilitación urbana” aparecida y difundida en los años setenta y ochenta, entre otros, por un grupo de investigadores y políticos de la ciudad italiana de Bolonia y que atiende a variables diversas, históricas, tipológicas, poblacionales, sociales y funcionales.
Básicamente, pretende la devolución de los “centros históricos” a su pasado sin olvido del presente, plantea la restauración y mejora de su caserío y su viario, postula la fijación de la población existente, defiende la recuperación de la calidad social y ambiental de la ciudad y considera esencial una revitalización funcional coherente con sus valores históricos y ambientales. Una propuesta en la que priman las actividades colectivas y de servicios, con una atención especial a la artesanía, al comercio, a la restauración, a las acciones culturales y de ocio. Por todo ello, los “centros históricos” debían –y deben– estar abiertos plenamente a la vida interior y, no menos, a la exterior al complejo urbano, incluso transnacional, tengan o no primacía los intereses del turismo frente a los propios de unos residentes de clase media y alta de intelectuales, artistas y profesionales ( AA. VV. 1990 y AA. VV., 2003).
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Con ellos, sobre todo a partir de 1992, momento en que tuvieron lugar los Juegos Olímpicos celebrados en Barcelona, la Exposición Universal abierta en Sevilla y la declaración de Madrid Capital Europea, se inició con una serie de acciones inteligentes y de alta calidad la Protección y Rehabilitación de los “centros históricos”, primero, en esas tres ciudades y, después, con menor intensidad, en todo el territorio español. Y conviene recordar, además, que todas las declaraciones de la UNESCO como bienes del Patrimonio de la Humanidad de ciudades, monumentos y espacios físicos, tuvieron que ser precedidas por parte de las autoridades españolas de las reformas y adecuaciones exigidas por el Patrimonio Mundial para la aceptación de las propuestas correspondientes (J. Bosque Maurel, 1995).
Entre los muchos ejemplos a considerar, podrían destacarse las acciones realizadas en Barcelona, Madrid y Sevilla (AA. VV, 1993). En la metrópoli catalana, en los años previos y posteriores a 1992, han tenido lugar dos grandes acciones de rehabilitación integral.. Por una parte, con motivo de la construcción de la “Ciudad Olímpica” y su “frente marítimo”, se recuperó y remodeló, abriéndola al mar, el área fabril de Pueblo Nuevo, a la vez que se atendía y mejoraba el típico arrabal marítimo de la Barceloneta.
No obstante, la acción fundamental se centró en la “ciutat vella”, objeto en los últimos decenios de una sobresaliente atención que ha revalorizado y revitalizado, a un lado y otro de las Ramblas, tanto al “barrio gótico” con centro en la Catedral gótica y en Santa Maria del Mar, como al antiguo “barrio chino”, recuperado plenamente bajo su topónimo real del Rabal. En este último, se ha restaurado su Rambla, se ha inaugurado el Museo de Arte Contemporáneo y se han trasladado a varios edificios rehabilitados algunas facultades y bibliotecas universitarias e instalado numerosas actividades comerciales y artesanas, además de hoteles, bares de copas y restaurantes de calidad. Su “gentrificación”, realizada a partir de una población autóctona de artistas, profesionales y funcionarios y una población inmigrante diversa en su origen, y en sus actividades, constituye un modelo excelente de “rehabilitación” formal, demográfica y social (S. Martínez Rigol, 2001).
Por su parte, en Madrid, tras la remodelación ochocentista del Palacio Real y la Plaza de Oriente, y la restauración en los años setenta del Novecientos de algunos de los más representativos monumentos del llamado “barrio de los Austrías” y de su ampliación septentrional (Cuartel del Conde Duque), se planteó en los años noventa la regeneración del “centro histórico” en sentido amplio mediante la intervención en los barrios al sur de la Puerta del Sol y, en concreto, en Lavapiés y Embajadores.
La remodelación de la Estación de Atocha y la conversión del antiguo Hospital de San Carlos en el Museo Reina Sofía favoreció la formación, contando con los Museos no distantes del Prado y Thyssen, de un gran triángulo cultural en íntima relación con la proclama del “Madrid Ciudad Europea 1992”. Acción complementada por la rehabilitación, en el mismo casco histórico, entre otros edificios más dispersas, de dos grandes manzanas, con patios de vecindad y “corralas”, de los siglos XVIII y XIX, aledañas al popular Rastro de la Ribera de Curtidores. Todo ello con un propósito común, su revitalización y renovación a lo que ha contribuido la empresa privada con la restauración, por ejemplo, de un edificio tan singular como la Casa Encendida (2005) y la construcción del interesante y singular conjunto del gran centro cultural del Caixa-Forum (2008).
Un proceso, paralelo a la ocupación de algunos de sus barrios inmediatos, como Lavapiés por una inmigración diversa y problemática – marroquíes, chinos y sudamericanos – tendente a su encerramiento en algún “gueto” pero que ha permitido su resurgimiento demográfico. Y ha estado acompañado por la rehabilitación de una parte importante de sus casas de vecindad y sus edificios públicos, así como por la reestructuración y mejora de su sistema viario (M. A. Troitiño Vinuesa, 1992 y A. M. Zárate Martín, 2003).
Un caso aparte pero significativo y singular es el de Sevilla, que ha sido calificada, pese a la tremenda remodelación /destrucción llevada a cabo durante el siglo XX, en especial en sus barrios meridionales y en Triana, como una “ciudad vieja” de “monumentalidad heredada” pero cuya “permanencia y transformación“ ha sido conseguida por la ‘invención’ de la ciudad histórica” (M. Ferrer Regales, 2003, p. 262). Sevilla continúa afortunadamente ocupando la cima de los “cascos antiguos” por su densidad monumental heredada. No obstante, el estado de deterioro avanzado de sus barrios septentrionales y, en consecuencia, de una costosa rehabilitación / remodelación, ha favorecido la intervención no siempre adecuada de las constructoras privadas y, algo menos, de la intervención pública. Sin embargo, los “fastos del 92” han determinado, sin duda con bastante retraso, las primeras operaciones eficaces de auténtica recuperación urbana y revitalización social, iniciadas tímidamente en el decenio anterior.
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La más importante y vistosa ha sido la recuperación del Guadalquivir para la Ciudad y la Exposición, ya en sí misma un éxito urbanístico y hoy convertida en un gran parque lúdico y empresarial, por la supresión de la barrera ferroviaria y el traslado de las estaciones a extramuros a Santa Justa a fin de recibir adecuadamente al primer ferrocarril español de alta velocidad (AVE). Y, así, se ha podido transformar la margen izquierda del Betis en un espléndido paseo fluvial en el que sus puentes, antiguos y nuevos, exaltan la luz y el paisaje sevillanos. Similar valor, no tan estético, ha tenido la solución del problema de las peligrosas inundaciones periódicas por la rectificación de los ríos afluentes del Tamarguillo y el Guadaira.
Finalmente, la revalorización y mejora general del callejero del núcleo central unido a la restauración y recuperación de numerosos edificios para varios usos públicos - administración, hostelería de calidad, sedes empresariales - o reconvertidos en nuevas viviendas que conservan no sólo sus valores arquitectónicos sino su “estilo sevillano” propio de un ambiente y un paisaje urbanos exclusivos (AA. VV. , 1993).
La rehabilitación formal y la recuperación poblacional – “gentrificación” - de los “cascos históricos” europeos y, en especial, españoles han favorecido la “reurbanización” de la ciudad central y, en cierta forma, inaugurado una nueva etapa, la cuarta (¿), en la evolución urbana y, podría decirse, dado lugar a un “nuevo” modelo urbano. Quizás la nota más significativa, aparte la transformación formal y material, en este regreso a los “centros urbanos”, está siendo su importante y cada vez mayor incremento demográfico que ha facilitado una reutilización un tanto revolucionaria de esos “lugares centrales”, en tantas ocasiones origen y cerebro históricos de la misma urbe y su entorno. Además de los casos anteriores podríamos añadir los de Gijón, Vitoria-Gasteiz, Lleida, Puerto Real, entre otros.
FINAL
Como epílogo último, cabría afirmar que la ciudad es la expresión última y mejor definida de la historia de la Humanidad. O como también se ha dicho, constituye el apogeo de la civilización. Y quizás incluso del ¿progreso?. El proceso de búsqueda – tan difícil y complejo, ¿utópico? - de la “ciudad habitable” podría ser su objetivo último.
En la ciudad se concentran todos los elementos intelectuales e instrumentales que caracterizan hoy la vida económica y social y también aquellos grupos sociales y políticos que, primero, han creado esos elementos y sus factores consiguientes y, después, los utilizan y los dominan, controlando y gobernando, aunque sea subrepticiamente, el mundo en que vivimos, sobre todo, en sus aspectos económicos aunque no tanto en los sociales. Es claro que ello no significa una organización y un funcionamiento absolutamente eficaz y, además, justo para todos los países ni para todas las gentes, como fruto de los efectos “perversos” de la globalización señalados por Milton Santos (1996).
Y, además, no puede ni debe olvidarse que “Hay mucho que amar y admirar en cualquier ciudad, inclusive en una “mega ciudad”, en una “metrópoli”. Es el hogar de los más elevados logros del hombre en el arte, la literatura y la ciencia: la fuente de la que han manado las fuerzas de la libertad y la emancipación. Es el lugar donde el espíritu del humanismo y la democracia ha crecido y florecido, donde la búsqueda del hombre en pro del conocimiento y la justicia ha sido perseguida con la mayor constancia y donde la Verdad se reveló con la mayor lealtad y audacia” (W. Robson y D. Regan, 1972, 127).
Finalmente, y por añadidura, la Ciudad no ha dejado de mantener una evidente relación con la extensión e imposición generalizada de los modos de ser y hacer democráticos. Como afirma A. Giddens (2000, 82), “la democracia es, quizá, el principio activo más poderoso del siglo XX”. Un hecho que, además, permite pensar en que, quizás, se está produciendo “una mutación filosófica del hombre capaz de atribuir un nuevo sentido a la existencia de cada persona y también del planeta” (Milton Santos, 2000, 174).
Un planeta y una humanidad de cuya realidad conjunta se ha llegado a decir: “la ciudad es la forma más perfecta y evolucionada del paisaje humanizado, de un paisaje terrestre cuyos caracteres naturales han sido profundamente alterados por la obra del hombre traducido en cultura” (M. de Terán,1951, 158).
Pero también una Ciudad y una Humanidad en la que la búsqueda de la “sustentabilidad”, la “habitabilidad”, la “¿felicidad?” fuese el objetivo principal y definitivo. Y que, hoy por hoy, no pasa de ser una Utopía.
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