ARISTOCRACIA Y PODER ECONÓMICO

EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XX1

ANTONIO MANUEL MORAL RONCAL

VEGUETA, Número 7, 2003 – ISSN: 1133-598X 155

Resumen: Durante el reinado de Alfonso

XIII, la nobleza tuvo la oportunidad

de reconstruir su poder económico

mediante la modernización de sus fuentes

de riqueza. Para ello fue necesario

que las Casas nobiliarias se adaptaran

tanto a una racionalización del gasto

suntuario como a una adecuada política

de inversiones en el tradicional sector

agropecuario, la bolsa y la industria.

Gracias a esta diversificación de sus rentas,

la nobleza pudo resistir la crisis de

1929 pero no la política reformadora de

la Segunda República. La Guerra Civil

supuso el final de su hegemonía social

—como referente elitista— y de su poder

económico, situación que se agravó en la

inmediata posguerra. Durante el régimen

franquista comenzó un lento proceso

de asimilación y disolución de los linajes

nobiliarios en las nuevas elites sociales.

Palabras clave: España, siglo XX,

Nobleza, elites, fuentes de riqueza.

Abstract: During the reign of Alfonso

XIII, the nobility had the opportunity

of reconstructing his economic power by

means of the modernization of his sources

of wealth. For it was necessary that

those t nobiliary Houses adapted a so

much a rationalization of the sumptuary

expense as a political of the appropriate

one of the investments in the agriculture,

cattle raising, bag and the industry.

To it causes of this diversifications of the

rents, the nobility could resist the crisis

of 1929 on the contrary that the politics

of the Second Republic. The Spanish Civil

War supposed the final of his social

hegemony —as elitist relating— and his

economic power, situation that was increased

in the immediate postwar period.

During the goverment of Franco

began a slow process of assimilation and

breakup of the nobiliary lineages in the

new social elites.

Key-words: Spain, XX century, nobility,

elites, sources of wealth.

LOS TÍTULOS Y LA

RACIONALIZACIÓN ECONÓMICA

A comienzos del siglo XX, se mantenía

vigente todavía el sistema de la Restauración

Canovista, donde la nobleza mantenía

su lugar preeminente en la estructura social

del país, no sólo por su poder económico

sino por el atractivo que su cultura y

estilo de vida ejerció sobre las restantes clases

sociales. Desde 1874 hasta 1931, se crearon

214 marqueses, 167 condes, 30 vizcondes

y 28 barones, buena muestra de la política

de atracción hacia la cúspide, que

siguieron atentamente la nobleza carlista,

defraudada en sus aspiraciones, y los que,

no hallando audiencia en el Palacio de

Oriente o en el gobierno de turno para sus

anhelos, obtuvieron en el Vaticano un blasón

nobiliario. Esta política de concesión

de títulos fue, en numerosas ocasiones,

una recompensa por la lealtad demostrada

de una persona al régimen, además de una

forma de distinguir a españoles destacados

en todos los campos del conocimiento y del

trabajo. Por ello, según un Real Decreto de

13 de junio de 1879 no se otorgaron, a partir

de entonces, ni Grandezas ni títulos del

reino a quienes solamente podían aducir

méritos y servicios no premiados de sus

antepasados2.

Bajo la Restauración, la aristocracia tuvo

la oportunidad de reconstruir su poder

—en cierto modo erosionado por las vicisitudes

políticas del siglo XIX— modernizando

sus bases económicas. Naturalmente,

para ello fue necesario tanto una racionalización

del gasto suntuario como una

saneada administración y una adecuada

política de inversiones. A partir del reinado

de Alfonso XII, se detectó el inicio de la

presencia del capital nobiliario en actividades

industriales y en la gran banca,

cuando precisamente estos sectores comenzaron

a proporcionar cuantiosos beneficios.

Así, junto a los grandes latifundios

—España seguía siendo un reino fundamentalmente

agrícola—, las grandes empresas

de tipo financiero, íntimamente li-

156 Antonio Manuel Moral Roncal

gadas a intereses estatales de tipo monopolístico-

fiscal, fueron la clave del enriquecimiento

y consolidación de patrimonios

nobiliarios y una muestra más de la

adaptación de la vieja clase al nuevo orden

capitalista (MOYA, 1994: 23). De esta manera,

la nobleza española formó parte de la

élite económica, social y política del reinado

de Alfonso XIII, a la que se sumaron algunos

grupos surgidos de la burguesía y

las clases medias, estructurando, en parte,

lo que Carlos Moya ha denominado aristocracia

financiera (MOYA, 1994; CARASA,

1996).

A falta de estudios más concretos sobre

las explotaciones agrícolas de la nobleza,

parece ser que existieron miembros de la

nobleza interesados en la modernización

de sus fincas, siempre y cuando ese cambio

e inversión de capital se tradujera en

un aumento de sus beneficios, naturalmente

(SIMPSON, 1997). Además, numerosos

títulos comenzaron a formar parte de

las asociaciones patronales agrarias, como

las Cámaras Agrícolas, creadas en virtud

de un Real Decreto de 14 de noviembre de

1890, análogamente con las de Comercio,

Industria y Navegación, establecidas cuatro

años antes. Estas instituciones facilitaron

la asociación de los grandes propietarios

—burgueses y nobles— que formaron

un grupo claro de intereses, de forma que

actuaron como interlocutoras con los poderes

públicos, al tiempo que reforzaban la

alianza entre las grandes propiedades y la

administración frente al resto de grupos

componentes de la sociedad rural. Muchas

de ellas fueron presididas, casi desde sus

comienzos, por miembros de la aristocracia

terrateniente o por delegados suyos, como

la de La Coruña, cuyo presidente en 1906

era el marqués de Louredad, don Enrique

Fernández Alsina, diputado en varias ocasiones

por el distrito de la capital, vicepresidente

de las Cortes y encarnación de la figura

del propietario acomodado pero emprendedor

e introductor de innovaciones

agrícolas del extranjero, como ilustran los

reportajes dedicados a su finca de San Pedro

de Nós (Oleiros), en el revista Prácticas

Modernas (CABO, 2000; ARRIBAS, 1989;

FLORENCIO, 1994; GARCÍA FERRANDO,

1977; MILLÁN, 1997).

Esta participación de títulos aumentó,

sobre todo en el período 1914-1923, cuando

fue necesario proceder a una defensa

clara de la propiedad y la producción agraria

en forma de un entramado corporativo

aglutinante de asociaciones tradicionales

(Asociación de Ganaderos, Reales Sociedades

Económicas de Amigos del País) con

otras de nuevo cuño (Cámaras Agrícolas,

Federaciones y Sindicatos Agrarios). Estas

nuevas asociaciones estaba vinculadas con

toda una serie de iniciativas que, en la Europa

occidental del periodo 1885-1930, estuvieron

orientadas a la defensa de las pequeñas

propiedades frente a los movimientos

políticos contrarios a la existencia

de la propiedad, pero, de forma indirecta,

sirvieron para mantener las prerrogativas

de las grandes.

Frente a este grupo innovador se situó

una aristocracia latifundista instalada en el

tradicionalismo patriarcal, cercana al conservadurismo

de la burguesía terrateniente

de Castilla, Galicia, Extremadura y La

Mancha. Algunos nobles propietarios de

extensiones de terreno considerables las

explotaron extensivamente, obteniendo de

ellas rentas que alcanzaron cifras muy elevadas,

suficientes para vivir espléndidamente

y ahorrar, de manera que no sintieron

la necesidad de mejorar sus cultivos o

aprovechamientos. Hacia 1919, el duque de

Peñaranda —hermano del duque de Alba—

poseía más de 51.000 hectáreas, algo

menos que el duque de Medina Sidonia,

don José María Álvarez de Toledo, que, no

obstante, superaba al duque de Fernán Núñez

(Falcó y Álvarez de Toledo), poseedor

de 17.000 hectáreas. La mayoría de ellas estaban

arrendadas a cambio de un alquiler,

siendo muy escasas las de explotación directa.

La pequeñez de la renta por hectárea

se compensó con la cantidad de hectáreas

Aristocracia y poder económico en la España del siglo XX 157

poseídas, asegurando así rentas personales

suficientes para mantener el estilo de vida

aristocrático o burgués en la capital provincial

o en Madrid, donde se ofrecían, por

lo demás, ocasiones de inversiones financiero-

industriales mucho más lucrativas

para el capital no consumido.

Aunque ya escasamente, resulta sintomático

observar algunas supervivencias

del Antiguo Régimen en la España de principios

del siglo XX en el ámbito rural, lo

cual aumentó la crítica contra la nobleza

desde sectores modernizadores e innovadores.

Así, el duque de Alba conservaba

aún algunas prebendas eclesiásticas en Galicia,

como el derecho de presentación de

curas párrocos, que no habían sido extinguidas

o amortizadas en el siglo XIX. La

instrumentalización de este antiguo privilegio

con miras a la defensa de los intereses

materiales de la casa patrona había sido

una constante en el Antiguo Régimen.

Los señores se valían de la autoridad moral

de los sacerdotes, que ellos mismos

nombraban, para aquietar los ánimos levantiscos

de sus jurisdiccionales y foreros,

siempre dispuestos a contestar las demandas

de sus señores. En 1904, el administrador

de Pontedeume propuso a la administración

central de la Casa de Alba en Madrid,

ante el problema del obscurecimiento

que tenían los foros de la parroquia de Serantes

que, puesto que esa parroquia, como

las restantes, era de nombramiento de la

casa «debiera imponerse al que vaya presentado

(...) la obligación de describir los

foros que en su término disfruta su excelencia

», ya que con su autoridad sobre los

parroquianos podría forzarlos a dar la información

que estaban negando a los administradores

y abogados de la casa. Aunque

el duque rechazó por prudencia el uso

tan evidente de su prerrogativa aduciendo

que debía seguirse el principio de optar

por aquellos sacerdotes que fueran dignos

del cargo por su virtud, lo cierto es que

añadió que también por su adhesión a la

casa. En 1916, el párroco nombrado por el

duque en la villa de Sada logró que los

campesinos y la Casa llegaran a un acuerdo

parcial para la liquidación de las rentas

forales, lo cual fue subrayado por el administrador

como beneficio derivado del derecho

de presentación. Así, numerosas personas

dispuestas a comprar rentas forales

de las que la Casa de Alba se quiso desprender

sometieron la operación a la condición

de algún curato, como ocurrió en las

tierras de Veigue y en las de Chantada, en

los años siguientes. Además, el mantenimiento

del derecho de patronato en manos

de legos dio pie a conservar algunos de los

beneficios materiales anejos al mismo contando

con la laxitud, en ocasiones escandalosa,

con la que se ejecutó la ley, como la

abolición del censo de reconocimiento de

patronato por la legislación desamortizadora

(BAZ, 1998; MAYER, 1990).

La explotación ganadera también fue

una actividad donde las inversiones de la

nobleza se dirigieron, especialmente la

afincada en el Sur peninsular, pero, en su

mayoría, el negocio agropecuario estuvo

en manos de la burguesía rural (GRUPO

DE HISTORIA RURAL, 1995). Ello no significó

que los títulos se negaran a participar

en corporaciones pecuarias, como la

Asociación de Ganaderos del Reino, especialmente

tras la crisis de 1917-1919, cuando

se crearon filiales de la misma por toda

España, como alternativa técnica a la movilización

social del momento. Así, en la

Junta Provincial de Lugo —fundada en

1918— fue nombrado vocal el vizconde de

San Alberto, mientras la secretaría de la

central era asumida por el marqués de la

Frontera. En marzo de 1924, el vizconde de

San Alberto asumió la presidencia de la

junta gallega y el conde de Canillas la vicepresidencia,

como representantes de los

propietarios de ganado frente a los llamados

«técnicos», teóricos y funcionarios del

Estado (BERNÁRDEZ, 2000).

En todo caso, continuó ligándose, dentro

de los esquemas propios de su sociabilidad,

el prestigio de un título con la pose-

158 Antonio Manuel Moral Roncal

sión de cierto número de hectáreas de tierra,

incluso en el extranjero, como se puede

comprobar en las peticiones de sucesión

y reconocimiento de títulos por parte de

aquellos nobles residentes fuera del reino.

Julio César Soler y Baró (1866-1950) al solicitar

la sucesión del condado de la Diana,

envió a Madrid una certificación del vicecónsul

honorario de España en Matanza

(Cuba) —fechada el 6 de febrero de 1921—

donde se reseñaban sus acciones a favor de

los emigrantes españoles y sus posesiones:

las fincas Diana, Santa Rita y Manuelito,

dedicadas al cultivo de la caña de azúcar,

además de un buen número de acciones en

la empresa Azucarera Caobillas3.

Un rasgo típico de la élite económica de

la Restauración fue la íntima vinculación

del capital financiero y del latifundismo, a

través de la identidad de sus personajes

patente en los Consejos de Administración

de las grandes empresas. Para Carlos Moya,

así se explica la aparente incongruencia

de que unas ligas de cerealistas y sus representantes

políticos empuñasen con demasiada

frecuencia el dogma librecambista:

a escala del capital financiero se resolvía

la aparente contradicción planteada al

nivel de lo que hubiese podido ser su política

mercantilista vinculada a un capital

de tipo agrícola.

En 1916, el ministro Santiago Alba, ante

una deuda flotante de algo más de mil

millones de pesetas, propuso una contribución

sobre los beneficios extraordinarios

que las empresas españolas (catalanas y

vascas particularmente) habían obtenido

con el estallido de la guerra europea en virtud

de la neutralidad española. Se trató de

conseguir un primer recurso para una política

económica de reconstitución nacional,

a la que debía seguir una reforma tributaria

modernizadora del sistema tributario.

Inmediatamente, se movilizaron la Lliga

catalana y los nacionalistas vascos frente al

proyecto gubernamental; el patriciado burgués

bilbaíno y el catalán se unieron en un

frente común contra el audaz ministro de

Hacienda. Muchos de estos hombres había

sido ya ennoblecidos o lo serían, con el

tiempo, por Alfonso XIII: parte de la élite

burguesa que se incorporaría a la aristocracia.

En función de esta coalición, el proyecto

Alba fue derrotado, clara muestra de

la debilidad del Estado frente a las poderosas

élites económicas, que rechazaron

sistemáticamente toda reforma fiscal que

atentase contra sus intereses (CUENCA,

1998 a; SECO SERRANO, 1998 c; SIERRA,

1996).

Este tour de force no significó una ruptura

con las élites administrativas y la cúpula

del Estado pues los más grandes negocios

sólo eran posible mediante concesiones

de carácter privilegiado que

otorgaban los gobiernos de turno, liberales

o conservadores, en función de sus específicas

facultades patrimoniales (DÍAZ, 1998;

PRO, 1995). Tales concesiones no estaban,

sin embargo, al alcance de cualquiera, siendo

necesaria la pertenencia a la sociedad

política y cortesana. De esta manera, la

aristocracia residente en Madrid era el último

grupo de referencia, que continuó imponiendo

su estilo de vida a las élites políticas

y económicas que acudían a la Villa

y Corte, a la vez que su específica gravitación

social, en ese marco socioeconómico,

determinaba la incorporación de tales élites

en la clase dominante.

En ningún otro campo económico resultó

más claro este esquema de relaciones

que en el de las instituciones bancarias, por

su decisiva conexión con el centro político

a través de un ministerio de Hacienda cuyo

déficit crónico era absolutamente permeable

a toda relación particularista capaz

de resolver sobre la marcha las coyunturas

críticas del Tesoro o de los gobernantes. En

algunas ocasiones, en reconocimiento personal

de tales servicios particulares, el gobierno

apoyaba la concesión de un título de

nobleza que aseguraba la fijación de un

status estable para tales vinculaciones de

tipo personal con la élite política.

El ennoblecimiento de la gran burgue-

Aristocracia y poder económico en la España del siglo XX 159

sía industrial y financiera cumplió así una

doble función complementaria: de una parte,

no sólo satisfizo un puro afán de status,

sino que consolidó la capacidad personal

de gestión política y cortesana de los propios

intereses económicos, maximalizando

las posibilidades particulares y familiares

para alcanzar poder, honor y riquezas

(FRADERA y MILLÁN, 2000: 72-78). Por

otra parte, la intrincada red de relaciones

personales de tipo aristocratizantes-estamental

que vinculaban al rey con esa nobleza

era un supuesto social clave para la

estabilidad de la Corona y de todo ese Estado,

cuya fragilidad comenzó a vislumbrarse

claramente durante la crisis de 1917,

incapaz, desde sus puros recursos legales,

de imponerse sobre tal sociedad y dirigir

su desarrollo económico. La debilidad político-

administrativa del Estado monárquico

de la Restauración —con su incapacidad

tanto para una racionalización burocrática

y fiscal como para una auténtica regeneración

parlamentaria aunque Alfonso XIII y

algunos políticos así lo deseasen— sólo era

viable sobre la reconstrucción sistemática

de una aristocracia que llenase ese vacío de

poder público con su apropiación privada,

de tipo casi estamental de los medios de

poder, necesarios para la subsistencia de la

Corona como aglutinante personal y legitimación

institucional, a escala nacional, de

tales élites, necesariamente unidas entre sí

en términos oligárquicos. Era la única organización

posible para una Restauración

que se había impuesto como función de la

propia ausencia de una clase nacional burguesa

como soporte de un moderno Estado.

Cambó, el político conservador nacionalista

catalán, intentó encabezar una regeneración

del sistema, reconciliando los

intereses catalanes industriales y financieros

con una posible racionalización de la

economía nacional apoyada en la aristocracia

financiera y en la maquinaria estatal.

Tras la crisis de 1917, donde sus contactos

con el monarca fueron dos miembros de la

nueva nobleza, el marqués de Comillas y,

su heredero, el marqués de Güell, Cambó

obtuvo el ministerio de Fomento, dentro

del Gobierno Nacional que, al año siguiente,

encabezó el conservador Antonio Maura

(REGATILLO, 1950). En este gabinete

—que intentó cerrar la quiebra del sistema

canovista— trabajó con entusiasmo el político

catalán, pues pronto advirtió las posibilidades

de un ministerio que era único en

la Europa de su tiempo, en cuanto daba la

oportunidad de someter toda la economía

a un plan nacional. Del proteccionismo

particularista se pasó a un intento de nacionalización

del desarrollo económico, a

partir de la acción central del Estado. La

corta duración de este gobierno —tan sólo

ocho meses— impidió en el tiempo el apretado

plan de reformas elaborado por Cambó:

la progresiva irracionalidad política del

país impidió la racionalización económica.

Bajo la estructura de una moderna Monarquía

parlamentaria latían aún con fuerza

los viejos supuestos estamentales. La

aristocracia financiera, en opinión de Carlos

Moya, deglutió a las élites burguesas,

políticas, económicas y militares, en un

proceso que a la vez que reconstruyó el poder

de la vieja clase dominante, racionalizó

lentamente sus bases económicas. Con

este proceso fundamental se vislumbró una

de las claves de la historia española contemporánea:

una historia en la que bajo el

fantasma de la revolución apenas hubo

otra cosa que una dinámica de restauración

progresiva, de reajustamiento de viejas estructuras

tradicionales a las críticas condiciones

de la modernización políticoeconómica,

tesis que entronca con los planteamientos

de Antonio Morales Moya sobre la

peculiar revolución liberal hispana, más fácilmente

explicable en términos de conflictos

de élites que de lucha de clases. La negativa

de la élite política y social a modificar

sustancialmente el sistema político, tras

la crisis de 1917, condujo inexorablemente

a una situación límite que estallaría en 1923

y en1931.

160 Antonio Manuel Moral Roncal

No obstante, algo permaneció del proyecto

racionalizador de Cambó: su ordenación

bancaria, que contó con el apoyo de

un gran número de bancos privados, que

sostuvieron una política monetaria y crediticia

básica para el futuro desarrollo capitalista

nacional. En 1929, en el Banco de España,

siendo subgobernador el marqués de

Cabra, y contando con diez de los diecinueve

consejeros con título nobiliario, se

defendieron los consejos del viejo líder catalán.

Este planteamiento racionalizador

de la estructura financiera del país sobrevivió

a la Segunda República y a la guerra

civil, para ser una clave decisiva de la propia

fundación y vertebración del Nuevo

Estado Nacional de 1939. Sólo en ese marco

se haría posible, objetivamente, la nacionalización

de la economía española en

términos más o menos coherentes con la

herencia aristocrática-financiera de Cambó

(PABÓN, 1999; SECO, 1995 b).

ALFONSO XIII: ¿HOMBRE DE

NEGOCIOS O PROMOTOR

EMPRESARIAL?

Guillermo Gortázar, al investigar las actividades

económicas del monarca, llegó a

la conclusión de que su ejemplo había influido

decisivamente para la incorporación

de un importante número de miembros de

la nobleza —y de sus capitales— en actividades

empresariales que, a la postre, habían

potenciado la economía española

(GORTÁZAR, 1986). Casi un 10% de los

nobles tuvieron alguna relación empresarial

con Alfonso XIII, y muchos de ellos

destacaron por su actividad financiera e inversiones

en la industria. Es muy posible

que otros títulos se sintieran emulados por

la actividad del rey y de un amplio número

de aristócratas. De hecho, el número de

nobles que participaron en todo tipo de sociedades

fue mucho mayor que lo que se

pensaba, según se puede verificar mediante

la consulta de los anuarios financieros de

la época.

Don Alfonso confirió, además, un alto

nivel de confianza hacia aquellas personas

—generalmente miembros de la nobleza

más adinerada— que le representaron en

los Consejos de Administración de algunas

empresas. Se trataba de aquellas sociedades

en las que, por el elevado volumen de

inversión proporcional del rey, le correspondía

un puesto en el Consejo. El monarca

tuvo esta posición, no obstante, en muy

pocas sociedades, ya que de las setenta y

tres empresas donde invirtió, apenas en

seis o siete tuvo ese caudal proporcional.

De, aproximadamente, 174 socios o personas

que, de alguna forma, estuvieron vinculadas

en inversiones o empresas con el

rey, 120 poseían títulos nobiliarios. Ni que

decir tiene que gran parte de ellos constituían

una importante fracción del núcleo

de la élite económica. Si bien en España

existían dos mil títulos, el número de personas

que los ostentaban era inferior, dado

que muchos nobles acumulaban varios en

su misma persona.

¿Por qué participó activamente el monarca

en actividades empresariales? La Lista

Civil, fijada por una ley de 1876, aportaba

una cantidad insuficiente para sufragar

los gastos de la Casa Real. Por ello,

Alfonso XIII completó con su fortuna particular

la diferencia que se había producido

durante su reinado y que alcanzó la suma

de millón y medio de pesetas. Gracias

a sus inversiones, el rey logró multiplicar

por cinco su caudal privado entre 1900 y

1931 por medio del rendimiento de valores

inmobiliarios, los intereses de cuentas corrientes

y la herencia de su madre, la reina

María Cristina. El rey no poseyó tierras,

por lo que su capital se compuso, en su

mayoría, de valores inmobiliarios muy diversificados

y de fácil y rápida convertibilidad.

Así, el monarca, como hombre de negocios,

se situó más cerca de un burgués o

un noble emprendedor que de la antigua

nobleza latifundista.

Tomando como hilo conductor la actividad

empresarial del monarca —total-

Aristocracia y poder económico en la España del siglo XX 161

mente legal y fuera de toda tacha— resulta

evidente que la nueva sociedad liberal

decimonónica aportó el mayor número de

nobles incorporados a actividades financieras

e industriales. La sociedad aristocrática

del primer tercio del siglo XX emergió

como fusión de familias antiguas y otras

ennoblecidas en el siglo XIX, especialmente

durante los reinados de Alfonso XII y la

regencia de María Cristina de Habsburgo.

A) La nobleza más antigua, que reunía

a lo más granado y tradicional de la nobleza

española, fue especialmente remisa a

invertir en actividades empresariales, siendo

titulares de las mayores fortunas por

posesión de extensos latifundios en el centro

y sur de la península. Hasta ahora, en

espera de nuevas investigaciones, don Joaquín

de Arteaga y Echagüe, XVII duque

del Infantado, marqués de Santillana, gentilhombre

de cámara, fue el único Grande,

de los antiguos nobles, que se incorporaron

al mundo de los negocios desde el inicio

del siglo XX.

Nacido en 1870, y educado en los jesuitas,

cursó estudios de Derecho, participando

en política. En 1885 obtuvo el escaño de

diputado como independiente católico por

Zumaya, contrayendo matrimonio con doña

Isabel Falguera y Moreno, que sería dama

de la reina Victoria4. El duque promovió

y fundó la Hidraúlica Santillana en

1905, una de las sociedades pioneras en el

suministro de electricidad para Madrid. El

origen de esta empresa se sitúa unos años

antes. De los varios proyectos existentes

sobre el abastecimiento de aguas a la capital,

se interesó por uno que había sido realizado

en 1892 por el ingeniero Felipe Mora.

Consistía éste en la construcción de un

salto de agua en Torrelodones, que sirviera

para abastecer de energía a la Villa y

Corte, a la vez que fuera un canal para el

suministro de aguas potables a diversas localidades

de la provincia, como Las Rozas,

Aravaca, Humera, Carabanchel alto y bajo.

El coste de las obras calculado por el propio

Mora era de 12 millones de pesetas. En

1897, el duque del Infantado inició las gestiones

para aunar y adquirir las varias concesiones

otorgadas en el río Manzanares. A

lo largo de aquel ejercicio, el marqués de

Santillana fue adquiriendo otras concesiones

otorgadas a particulares en los ríos

Guadalix, Guadarrama, Lozoya, y el mismo

Manzanares. En el propio Congreso de

los Diputados presentó un proyecto para el

abastecimiento de agua a Madrid. En abril

de 1900, el ministerio de Fomento le otorgó

la concesión de un caudal medio de tres

metros cúbicos por segundo, que podría

conducirse hasta la capital y abastecer las

zonas que todavía no cubría el canal de Isabel

II, entre las que estaba el barrio de Salamanca,

aristocrático y burgués (MORILLAS,

2000).

Hacia 1902, el duque puso en marcha la

Central Eléctrica de Colmenar Viejo, iniciando

el transporte de energía eléctrica a

la ciudad. El proyecto progresó de tal forma

que, tres años más tarde, Hidráulica

Santillana se convirtió en una sociedad

anónima. Para ello aportó cuatro de los cinco

millones de capital social, movilizando

nuevos capitales con la incorporación como

accionistas de otros miembros de la nobleza

y personalidades de la época.

En su Consejo de Administración, se

dieron cita, además de Antonio Maura, el

marqués de la Rodriga, el marqués de Larios,

el conde de Mejorada, el marqués de

Torrecilla, el marqués de Torrelaguna y el

marqués de Monteagudo. A partir de 1910,

el duque del Infantado inició su actividad

en el sector ferroviario, consiguiendo la

aportación de nuevos recursos de la nobleza

rural, como promotor del ferrocarril de

Soria a Castejón o de los ferrocarriles andaluces.

En 1920, Infantado era considerado

uno de los cien grandes capitalistas del

país.

Como es sabido, Jacobo Fitz-James

Stuart, duque de Alba, fue uno de los cinco

primeros terratenientes del país, cuyas

propiedades sumaban más de 35.000 hectáreas.

Antes de 1920, su nombre no apare-

162 Antonio Manuel Moral Roncal

ció en los anuarios financieros, y sin embargo

después de esa fecha las revistas de

economía lo citaron continuamente. Es

cierto que en algunos casos le ofrecieron

presidir sociedades de las que no era accionista

—como Plus Ultra Cinematográfica—

pero ello es muestra, en todo caso, de

la valoración como prestigio social para

una empresa que contara con un Consejo

de Administración presidido por el duque

de Alba. Participó, junto al rey, como accionista

del Metropolitano de la capital,

además de la Compañía del Golfo de Guinea

y en la CHADE. Presidió el Consejo de

Administración de Telefónica y de Standar

Eléctrica y fue el segundo mayor copartícipe

en la construcción de un edificio en la

Gran Vía madrileña, promoción inmobiliaria

en la que el monarca era el primer inversor.

De la relación de actividades económicas

que aún se conserva en el archivo

familiar del palacio de Liria destaca su participación

en grandes empresas a partir de

1925 (MORAL RONCAL, 1998: 121-122).

Por otra parte, el conde de Aguilar de Inestrillas,

otra destacada figura de la nobleza,

fue consejero del Banco Popular de los Previsores

del Porvenir, en el que también fue

vocal el marqués de Vista Alegre, y del que

el rey había adquirido una pequeña participación

de quince mil pesetas que mantuvo

hasta su exilio.

El marqués de Argüeso, Grande de España,

entroncado con la antigua nobleza,

es otro ejemplo de aristócrata decidido,

desde comienzos de siglo, a la inversión de

sus rentas agrarias en sociedades industriales

y financieras. A diferencia del siglo

XIX, donde sus antepasados invirtieron en

la adquisición de nuevas tierras, el ferrocarril

o en títulos de Deuda Pública, este

noble no hizo ni una cosa ni otra, mostrándose

abierto a las nuevas posibilidades

que le ofrecía la incipiente economía industrial

española. Don Luis Morenés y

García Alesson, hijo de los barones de Cuatro

Torres, casado con la marquesa de Argüeso,

hermana del duque del Infantado,

se inició junto a su cuñado muy pronto en

el mundo de los negocios. Participó en tres

sociedades en las que Alfonso XIII era también

accionista: las Compañías General del

Corcho, Transatlántica y Española de Explosivos.

Sin embargo, no invirtió exclusivamente

en empresas pues administró,

gracias a su matrimonio, más de cinco mil

hectáreas repartidas en las provincias de

Córdoba, Murcia y Toledo, ademas de diversas

fincas urbanas en Madrid por un valor

de seis millones de pesetas.

Por último, el duque de Medinaceli, el

marqués de Mondéjar y el conde de Cedillo

fueron los otros tres Grandes, cuyos títulos

se remontan a fechas anteriores a

1520, que tuvieron vinculación empresarial

con Alfonso XIII, si bien tardía y reducida.

Además de los ya citados, se consideraba

también como antigua nobleza a los títulos

concedidos hasta los inicios de la Edad

Contemporánea. Todos ellos formaban parte

de la élite tradicional con rentas vinculadas

a la posesión de mayorazgos salvo en

los casos de títulos rehabilitados en el siglo

XX (Velayos, Yebes, Orellana...) que no gozaban

de patrimonio latifundista vinculado

al título. Algunos de estos nobles tuvieron

una participación muy limitada pero sin

embargo otros intervinieron decisivamente

en importantes empresas. Entre ellos, destacaron

el marqués de Angulo, vicepresidente

de Sevillana de Electricidad; el marqués

de Ariany, en Oxidos y Pinturas; el

conde de Campo Alange, en Linoleum; el

marqués de Castelldosrius, Grande de España

y consejero del Banco Hispano Colonial.

En total, 47 títulos de la antigua nobleza,

de los 120 nobles estudiados por

Guillermo Gortázar, intervinieron en iniciativas

empresariales junto al rey. Importante

capital humano y de recursos que se

incorporó al proyecto industrializador.

B) La aristocracia palaciega también intervino

en negocios empresariales, si por

tal entendemos a los nobles que ejercieron

un cargo en el organigrama palatino de la

Casa Real. Alfonso XIII premió con un tí-

Aristocracia y poder económico en la España del siglo XX 163

tulo nobiliario a numerosos servidores de

los diversos Cuartos y Secretarías, lo cual,

lejos de ser una innovación, respondía a

una larga tradición: el servicio en la Real

Casa era una vía habitual de ascenso social.

Alfonso de Aguilar fue intitulado conde

de Aguilar en 1913 por sus largos servicios

y lealtades. Dos factores incidieron en

su participación económica: por una parte,

el volumen de información que recibía en

el Palacio Real y el ambiente de inversiones

que se desarrolló tras la Gran Guerra;

por otra, su matrimonio con la hermana

del marqués de Cortina, ministro en numerosas

ocasiones y presidente del Banco

Banesto, uno de los máximos asesores de

confianza del rey. El conde de Aguilar, así,

participó en dos de los proyectos petrolíferos

en los que también participó Alfonso

XIII: la Sociedad para la explotación de terrenos

petrolíferos en España y la Petrolera

Poblana. Ambos fueron negocios fallidos,

y quizás por eso este aristócrata no

volvió a insistir en inversiones tan arriesgadas.

Otro palatino fue el conde de Maceda,

primer montero, que decidió invertir en la

empresa de automóviles Hispano-Suiza y,

posteriormente, en otras sociedades relacionadas

con el mundo de los automóviles

como Neumáticos Nacional y Pirelli. Activo

accionista de la empresa de Cambó, la

Compañía General del Corcho, fue promotor

de la Hispano-Suiza de Guadalajara. La

lista podría continuar incluyendo al duque

de Miranda, mayordomo mayor, secretario

del Consejo de Administración del Metropolitano,

cuya relación con el grupo financiero

del Banco Vizcaya y la representación

que ostentaba del rey le llevó, además, a

los Consejos de Administración de Urbanizadora

Metropolitana y de Petróleos Begoña.

El duque de Santo Mauro, mayordomo

y caballerizo mayor de la reina, participó

en dos empresas navieras con sede en Santander,

entre 1917 y 1919; el marqués de

Aycinema, oficial de la secretaria privada

de S.M., fue accionista de la Sociedad Comercial

de Oriente en la que también participó

el rey; el conde de Serramagna, oficial

de la secretaría privada de la reina María

Cristina, participó en la Sociedad Mengemor,

mientras el marqués de Torrecilla

—primo del duque del Infantado— estuvo

vinculado a Hidraúlica Santillana a partir

de 1905. Por último, el duque de la Unión

de Cuba, caballerizo mayor del rey desde

1915, fue consejero de la Trasatlántica y del

Metro. Con todo ello, resulta evidente que

la participación en los más diversos negocios

atrajo incluso al cerrado y reducido

círculo de nobles al servicio de la Casa

Real.

C) Hubo algunos aristócratas que se

convirtieron en los hombres de confianza

del rey, desde un punto de vista estrictamente

inversor del caudal privado de don

Alfonso. En primer lugar, los intendentes

generales marqués de Borja y conde de Aybar.

Asimismo, don Francisco Moreno Zuleta,

conde de los Andes, consejero del Banco

Hispano Austro-Húngaro y presidente

del Banco de Madrid, donde el rey suscribió

acciones, sin duda por la confianza y

amistad que le unía al conde de los Andes.

Casado con una cuñada de Gabriel Maura,

participó activamente en política, especialmente

durante la dictadura de Miguel Primo

de Rivera donde fue ministro de Economía

en 1928, sustituyendo al año siguiente

a Calvo Sotelo en la cartera de

Hacienda (SECO SERRANO, 1995 b).

José Quiñones de León, hijo de los marqueses

de San Carlos, fue el hombre del rey

en París, donde ejerció actividades diplomáticas.

Igualmente digno del aprecio y

consejo económico fue Emilio María Torres

y González Arnao, marqués de Torres de

Mendoza, secretario de despacho del monarca.

Algunas de las iniciativas empresariales

del rey fueron gestionadas por él,

quien comunicaba posteriormente con el

conde Aybar los pormenores de algún negocio

ya iniciado. En diversas ocasiones,

Alfonso XIII solicitó asesoramiento financiero

al marqués de Cortina, tanto en asun-

164 Antonio Manuel Moral Roncal

tos privados como públicos, al igual que el

marqués de Urquijo, el cual aconsejo al monarca

que adquiriera acciones de todos los

bancos filiales del Grupo Urquijo. Don Alfonso

le hizo caso e incluso amplió su campo

de inversión a otras empresas como La

Equitativa y la CHADE.

Aunque faltan todavía estudios sobre la

presencia de la nobleza en la industrialización

de las regiones periféricas, todo apunta

a un mantenimiento de la presencia de

sus capitales iniciada en el último cuarto

del siglo XIX. En Andalucía, al formarse en

1901 la Sociedad Explotadora de la Almadraba,

uno de los iniciales inversores fue el

conde de Barbate, don Serafín Romero, al

que se unió, poco tiempo después, Arsenio

Martínez Campos, duque de Seo de Urgell,

y José León de Carranza. Dentro del sector

ligado a la agricultura, las firmas de la nobleza

aparecieron con mayor frecuencia,

como en el negocio aceitero, donde caben

citar a los Luca de Tena, los Ybarra (con

gran peso en la industria jabonera) y García

Longoría. En 1904, la familia Osborno

fundó una las mayores novedades en la industria

alimentaria andaluza, la fábrica de

cerveza «La Cruz del Campo» en Sevilla.

Señal inequívoca de la creciente importancia

que la agroindustria fue tomando en la

economía andaluza, y más particularmente

la vinatera de Jerez y Málaga, fue el ascenso

a los primeros puestos de las listas

de mayores contribuyentes de nombres como

el de Manuel María González, fundador

de la Sociedad González Byass, y la saga

de los Domecq, familia que ascendió a

la nobleza titulada (MORALES, 1999).

Cronológicamente, desde el punto de

vista inversor de la aristocracia española,

debemos señalar dos etapas. Antes de 1920,

los nobles que participaron en empresas relacionados

con el rey fueron en su mayoría

del círculo de la Villa y Corte, teniendo su

aparición poco peso relativo, pues muchos

de ellos participaron, según el estudio de

Gortázar, en sociedades cinematográficas o

en proyectos petrolíferos. Los aristócratas

vascos y catalanes de esta época estuvieron

centrados en actividades financieras e industriales

de mucha mayor tradición y envergadura.

Sin embargo, esta diferencia se

equilibró después de 1920, justo cuando la

aparición de nuevas empresas permitió dar

el salto cualitativo a Madrid, como región

industrial, en relación a la periferia peninsular.

A partir de esa fecha, los círculos

aristocráticos comenzaron a participar más

activamente en empresas, incorporándose

al mundo de los negocios gracias a varios

factores:

1. El efecto de arrastre de las inversiones

extranjeras en España, que, a diferencia

del siglo anterior, se orientaron a la creación

de empresas, debido a las posibilidades

de crecimiento y despegue económico

por un lado, y a la estabilidad política y social

del país por otro, tras la instalación de

la dictadura de Primo de Rivera (TUSELL,

2001).

2. Numerosas familias de la nobleza

continuaron invirtiendo y conservando sus

fincas agrarias que les conferían rentas y

prestigio, pero algunas de ellas se percataron

de que una diversificada cartera de valores

podía llegar a ser una magnífica opción.

Tenía además la ventaja de una mayor

rentabilidad y mayor capacidad de

conversión en dinero. El riesgo era, por supuesto,

superior, pero se equilibraba mediante

la adquisición de títulos de renta fija,

manteniendo en todo caso una sólida

base en propiedades rústicas y urbanas. La

fortuna de cualificados aristócratas (Alba,

Infantado, Argüeso, Fernán Núñez) resulta

ilustrativa a este respecto. También se registró

el fenómeno contrario: algunos hombres

de negocios ennoblecidos por sus

actividades empresariales, y sus descendientes,

compaginaron sus orígenes económicos

con la adquisición de un patrimonio

agrícola. En 1878, Antonio López y López,

fundador de un extenso y variado imperio

industrial, fue nombrado marqués de Comillas

y tres años más tarde Grande de España.

En 1932, las propiedades rurales del

Aristocracia y poder económico en la España del siglo XX 165

titular de este marquesado ascendían a

23.720 hectáreas de tierra laborable, situándole

en el sexto puesto de la lista de

terratenientes nobles (SHUBERT, 1991: 97).

3. Alfonso XIII, hombre de negocios, cabeza

visible de la alta sociedad aristocrática,

animó a gran parte de la nobleza a la inversión

en nuevas y modernas sociedades

industriales. De hecho, su ejemplo tuvo

mayor influencia a partir de 1917, cuando

el éxito del Metropolitano de Madrid y el

activo papel del rey en aquella empresa fue

conocido por la opinión pública. En 1914,

dos tercios de su fortuna estaban representados

por valores extranjeros depositados

en bancos de París y Londres, pero en 1931

la proporción se encontraba invertida, y

tan sólo había en esos bancos un tercio de

su caudal privado. La mayoría de su capital

se encontraba invertido en España.

4. El país se había incorporado, dentro

de sus posibilidades, a las nuevas corrientes

y al reto tecnológico que planteaba la

Segunda Revolución Industrial. La energía

eléctrica, el motor de explosión y la producción

de bienes de consumo conocieron

un despegue espectacular en la década de

los años 20. Crecimiento que tuvo su relación

con la euforia económica internacional,

especialmente de Estados Unidos, y la

aparente superación de los males de la

Gran Guerra (NADAL, 1990).

La estabilidad política y la fortaleza de

la peseta, al menos hasta 1930, animaron a

la nobleza española a incorporarse a un

nuevo marco de relaciones económicas en

el contexto de una progresiva modernización

económica. De esta manera, contribuyeron

a una alteración de las relaciones sociales

tradicionales por medio de efectos

secundarios como la urbanización, el incremento

de las clases medias y profesionales,

y el aumento del peso cualitativo y

cuantitativo de los grupos de trabajadores

urbanos. Sin embargo, la inadaptación del

sistema político de la Restauración a los

nuevos requerimientos de la sociedad española

del primer tercio del siglo XX, mucho

más moderna y compleja que la del siglo

anterior, condujo al país a la crisis política

en 1931.

No obstante, debemos limitar esta brillante

panorámica a ciertos límites, pues no

debemos olvidar que faltan estudios en

profundidad sobre los patrimonios de la

nobleza latifundista y los títulos que ni fueron

grandes inversores ni poseyeron extensas

parcelas5. En algunos casos, la posesión

de un título se convirtió en el último

recurso económico para que un aristócrata

pudiera sobrevivir en esa sociedad, como

en el caso de Aurora Villalón Daoiz y

Auñón, que solicitó al rey en 1908 que le

concediera la gracia de gratuidad en los

derechos de sucesión al condado de Daoiz,

ante la imposibilidad de contar con los mínimos

recursos necesarios para pagarlos.

Isabel II había concedido el título de condesa

a María del Rosario Daoiz y Torres

Ponce de León (1769-1853), hermana del famoso

héroe del Dos de Mayo. La agraciada

no sólo demostró sus orígenes nobiliarios

sino que envió a la reina una relación

de sus bienes, cuyas rentas generaban la cifra

de 103.460 reales, con los cuales podía

ostentar debidamente la dignidad concedida6.

Sin embargo, cincuenta años más tarde,

sus descendientes no sólo no habían

podido aumentar su capital sino que lo habían

consumido. Don Alfonso apoyó la demanda

de Aurora Villalón ante el ministerio

de Gracia y Justicia, por lo que se la

dispensó de pagar los derechos de trasmisión,

pudiendo ostentar el título y, a los pocos

años, casarse con Ricardo Alonso López,

registrador de la propiedad7.

Igualmente, los estudios sobre la élite

española durante el reinado de Alfonso

XIII se han olvidado de los títulos que emprendieron

el estudio de carreras universitarias,

de aquellos que se incorporaron a la

vida militar o a la carrera diplomática sin

contar con grandes fortunas personales, los

que ejercieron como médicos, ingenieros,

arquitectos, profesores de universidad, etcétera8.

Sectores o grupos de la nobleza ti-

166 Antonio Manuel Moral Roncal

tulada en espera de investigaciones que definan

su papel en el organigrama social de

la época.

CRISIS, DECADENCIA Y

SUPERVIVENCIA DE LA ÉLITE

NOBILIARIA

En el último gobierno de la monarquía

alfonsina, más de la mitad de los ministros

ostentaban un título nobiliario (Romanones,

Xauen, Maura, Bugallal, Hoyos y Alhucemas),

buena muestra del papel preponderante

de la nobleza en la cúspide de

las instituciones, embajadas y altos cargos

del Estado. Fue el canto del cisne de la presencia

aristocrática, directa y efectiva, que

finalizó por completo con la llegada de la

Segunda República y que el régimen de

Franco no se propuso nunca restaurar..

La llegada del régimen republicano supuso

el final de la aristocracia cortesana al

servicio de la Casa Real, que abandonó los

Reales Sitios; igualmente, no se restauró el

Senado ni la presencia estamental de la

Grandeza, estableciéndose una única Cámara

de representantes, elegidos por sufragio

universal. Además, se obstaculizó la

presencia de la nobleza en el Ejército, acabando

con su tradicional preeminencia en

el cuerpo de caballería, a través de una política

de reformas militares muy polémica

en su tiempo. La reforma agraria que la República

puso en marcha amenazó con la

expropiación de tierras a los títulos de la

Grandeza, a los que por ley se discriminó

de cualquier tipo de indemnización económica.

Algunos grupos políticos censuraron la

medida de expropiación por incompleta,

pues, a su entender, debía abarcar igualmente

no sólo a la Grandeza, sino a toda la

nobleza y también a los grandes terratenientes.

El director general de Propiedad,

Jerónimo Bugeda, valoró las tierras expropiadas

sin indemnización entre 300 y 400

millones de pesetas. Solamente el valor de

las tierras del duque de Medinaceli —apuntó—

representaban unos 40 millones, sin

contar con lo confiscado a los sancionados

por su participación en el intento de golpe

de Estado del 10 de agosto de 1932, calculado

en unos 50 millones de pesetas. La Gaceta,

el día 16 de octubre del mismo año,

publicó la lista de Grandes afectados por la

ley de expropiación. En total eran 390, clasificados

en: 127 duques, 174 marqueses, 78

condes, una vizcondesa, un barón, los señores

de Casa de Lazcano y de la Casa de

Rubianes, tres Grandes sin denominación y

cuatro ciudadanos extranjeros. Figuraron

desde los títulos más antiguos, como los Alba,

Infantado, Medinaceli, Solferino, Gandía,

Alburquerque, Santa Cruz y Osuna,

hasta aquéllos más modernos, como los

marquesados de Comillas y Valdecilla, y los

de abolengo político como Canalejas, Cánovas

del Castillo y Maura. Todo ello comenzó

a situar a la nobleza, en bloque, enfrente

del sistema republicano.

No obstante, y a falta de complejos estudios

al respecto, aparentemente el gobierno

no obstaculizó las inversiones de capital

procedente de familias aristocráticas

en el sector secundario y terciario. Naturalmente,

la crisis mundial de 1929 y sus

consecuencias afectaron a algunas empresas

y negocios, donde algunos títulos habían

invertido, pero su mayor preocupación,

con el paso de los años, fue similar al resto

de accionistas burgueses o empresarios

de clase media: la inestabilidad política, la

crisis de la peseta y la conflictividad laboral

en el país. Fruto de la crisis de los años

treinta estalló la guerra civil (1936-1939),

dividiendo a la sociedad y estableciendo

dos gobiernos, dos Españas beligerantes

durante el conflicto. Con el paso del tiempo,

fue notorio que en la preparación y

mantenimiento del Estado diseñado por el

Bando Nacional resultó clave el esfuerzo

movilizador, económico y humano de la

aristocracia.

En este sentido, no nos puede extrañar

que Antonio Goicoechea y Coscolluela, jefe

del aristocrático partido Renovación Es-

Aristocracia y poder económico en la España del siglo XX 167

pañola tras el asesinato de Calvo Sotelo,

fuera nombrado gobernador del Banco de

España y comisario de la Banca Oficial por

un decreto de 1938. Ya el 14 de septiembre

de 1936, en Burgos, se había reunido el

Consejo del Banco de España a los que

asistieron, entre otros, el marqués de Amurrio,

el conde de Heredia Spinola, el marqués

de San Nicolás de Noras, el marqués

de Aledo, el conde de Limpias, el conde de

Barbate y el vizconde de San Alberto, que

se encontraban en zona nacional. Con núcleo

tan importante e identificado con el

bando sublevado, no fue difícil a la Alta

Administración del Banco unificar en todas

sus sucursales la política de crédito a seguir,

de acuerdo con las directrices y necesidades

bélicas del gobierno (BANCO DE

ESPAÑA, 1942). Desde un principio, se advirtió

como significados miembros de la

nobleza colaboraron activamente para que

la Junta Técnica del Estado y el Consejo del

Banco de España pusieran las bases para el

saneamiento monetario de la zona nacional

y para la financiación de la guerra. En algunas

memorias de la época advertimos la

entrega de numerosos títulos de la nobleza

a la causa acaudillada por el general Francisco

Franco, como en las memorias de

Priscilla Scott-Ellis, hija del VIII Lord Howard

de Walden (SCOTT-ELLIS, 1996). Numerosos

aristócratas ingresaron en las filas

del ejército, en la diplomacia del Nuevo Estado,

en la alta administración, en las instituciones

de Asistencia Social. Aquellos

que mantenían redes de influencia en la alta

sociedad europea pusieron sus contactos

a favor de los objetivos bélicos del gobierno

de Burgos, como el duque de Alba.

A pesar de todo, la guerra supuso la

mayor crisis a la que se enfrentó, en su historia,

la aristocracia española como grupo

social. Fueron años donde realmente se llegó

a jugar su propia supervivencia, de tal

manera que, durante el conflicto, fallecieron

177 aristócratas que reunían un total de

246 títulos nobiliarios, alrededor del 10%,

por lo tanto, de la nobleza española, cifra

sin parangón con la pérdidas humanas sufridas

por el estamento en cualquier otro

conflicto de nuestra Edad Contemporánea.

De los 250 titulares y consortes con Grandeza

de España que en 1936 figuraban a la

cabeza de la aristocracia fueron asesinados

40 y 10 murieron en los frentes de batalla.

Ello sin contar las muertes derivadas de los

malos tratos, prisión y penalidades sufridas

por otros, cuyo óbito se produjo unos

años después de finalizar el conflicto bélico.

Por otra parte, no debe olvidarse que,

en la zona republicana, estalló una revolución

social que expropió los palacios, las

mansiones, las fincas urbanas y rústicas de

la nobleza y grandes propietarios, acusados

de connivencia con el bando sublevado.

Paralelamente, se inició una política de

eliminación física de sus miembros, repitiéndose

la persecución desatada durante

las revoluciones francesa y rusa.

Sin embargo, la guerra finalizó con la

triunfo de la España Nacional, por la que

la nobleza había dedicado sus mayores esfuerzos.

Así, se inició el lento camino de reorganizar

fincas, inmuebles, restaurar palacios

e intentar volver a la situación anterior

a la guerra. La presencia política de la

nobleza durante la etapa republicana había

quedado limitada a los partidos del Bloque

Nacional y al grupo intelectual de Acción

Española, y por esos mismos canales siguió

presente en el primer franquismo, del que

en parte se disoció por falta de simpatía

por el falangismo y como consecuencia del

reclutamiento de nuevas élites en otros

sectores, como el funcionariado de origen

burgués y las organizaciones católicas

(CUENCA y MIRANDA, 1998 b). La escasa

presencia de la nobleza en algunas instituciones

del Estado, a diferencia de anteriores

etapas, resultó bien notoria, como se

puede apreciar en el estudio sobre las Cortes

en el primer franquismo de Álvaro De

Diego (DE DIEGO, 1999). Quizá, la última

institución en la que la aristocracia tuvo un

papel político importante fue el Consejo

Privado de don Juan de Borbón, conde de

168 Antonio Manuel Moral Roncal

Barcelona, en el exilio portugués. En 1968,

de sus 92 miembros, el 18% pertenecían a

la nobleza, frente a un 3% de los procuradores

a Cortes franquistas. No obstante, resulta

sintomático el pequeño porcentaje

que existía en este consejo, asesor del Jefe

de la Casa Real española en el exilio, por

aquellas fechas si lo comparamos con instituciones

semejantes en el siglo XIX.

La política del franquismo estuvo regida

por ciertos principios generales que se

mantuvieron inalterables y que se orientaron

invariablemente hacia la consecución

de un determinado tipo de sociedad. Desde

las instancias oficiales, se afirmó la existencia

de ciertos criterios orientadores de la

conducta política y social, modelizados por

las circunstancias políticas, sociales y económicas

de cada momento, que apuntaron

hacia la configuración de un tipo determinado

de Estado. Franco se propuso, y así se

divulgó a través de todos los medios posibles,

la construcción de una sociedad cristiana

y orgánica, idea que él mismo expresó

de múltiples maneras a lo largo de sus

escritos, discursos y mensajes. Sin embargo,

no dejó claro el papel que en esa sociedad

orgánica reservaba a la nobleza, a la

que —desde el final de la guerra civil— observó

con cierto recelo, ya por influencia de

las élites falangistas, ya por considerar unida

a esta clase social con el proyecto restaurador

de la Monarquía.

Desde un punto de vista económico, la

nobleza pudo recuperar patrimonios amenazados

por la legislación republicana y la

revolución. En 1944, el Anuario Español de

Gran Mundo, como homenaje a la función

bancaria, publicó las fotografías de las más

prestigiosas personalidades del mundo financiero

de Madrid, presididas por la de

Antonio Goicoechea: de los 38 prohombres

que allí aparecieron, 16 ostentaban aún títulos

aristocráticos y otros seis al menos tenían

vinculaciones aristocráticas. Pero, pese

a todo, la situación había variado: la

adscripción de grandes capitales a valores

de Bolsa y Deuda Pública anteriores a la

guerra, y devaluados tras ella, junto con la

caída de las rentas agrícolas resultaron fatales

para sus patrimonios.

Numerosas familias nobles no pudieron

mantener el status anterior a la guerra debido

a la caída de sus ingresos. En compensación,

el Nuevo Estado no discriminó

su reincorporación a algunos de sus tradicionales

cotos que la Segunda República

había intentado limitar: la diplomacia, la

alta administración y el Ejército (PERINAT,

1996). Si observamos el caso del duque de

Alba, embajador del Nuevo Estado en Londres,

y decidido partidario de la restauración

de la Monarquía, este aristócrata tuvo

que iniciar un lento y caro proceso de recuperación

del patrimonio mobiliar perdido

durante la guerra, aunque no todo se

pudo recuperar. El costo de la reconstrucción

de su palacio madrileño de Liria en

los años cincuenta no se hizo público. Sin

embargo, el patrimonio agrario de los Alba

sufrió una mengua notable, pues de las

35.000 hectáreas del catastro de 1930, menos

de 19.000 perduraban sesenta años

después. Las obras de acondicionamiento

del palacio —buena muestra del espíritu

nostálgico de la alta nobleza en la posguerra—

duraron de 1948 a 1954 y tuvieron

que venderse algunos terrenos para su restauración,

además de destinarse los dos

millones de pesetas que se consiguieron cobrar

de un seguro (MORAL RONCAL,

1998). Si esto aconteció en la hacienda de

uno de los mas importantes miembros de

la Grandeza, podemos comprender el impacto

económico que pudieron sufrir otros

linajes.

Si se retoma el caso de los condes de

Daoiz, anteriormente comentado, la hija de

Aurora Villalón contrajo matrimonio con

Julio Prats, capitán de artillería, el cual falleció

en la inmediata posguerra. La pensión

de viudedad que comenzó a recibir, cifrada

en 192 pesetas al mes, obligó a la condesa

a ponerse a trabajar, para lograr sacar

adelante a un hijo, que accedió a la carrera

militar, y una hija, que, en la década de los

Aristocracia y poder económico en la España del siglo XX 169

años sesenta, también tuvo que buscar un

empleo en la base norteamericana de Morón9.

El duque de Almenara Alta, asesinado

en Paracuellos en 1936, legó a sus descendientes

una herencia cifrada en dos millones

de pesetas, justo lo que el duque de

Alba había logrado obtener del cobro de un

seguro en la posguerra10. Su hija, María de

la Soledad Martorell y Castillejo contrajo

matrimonio, el 4 de agosto de 1948, con

Juan Pedro de Soto Domecq, que se declaró

como «agricultor». Haciendo una cata

en la sección de Títulos del Archivo del ministerio

de Justicia, podemos comprobar

que no hacía cincuenta años que la mayoría

de los nobles y sus consortes, a la hora

de abonar los derechos de sucesión o en

otros trámites, se declaraban como «rentistas

» o «propietarios».

Por una ley de 4 de mayo de 1948 el régimen

volvió a restaurar la legislación nobiliaria

anterior a 1931 y atribuyó al Jefe

del Estado la concesión de títulos. Franco

hizo uso de ese privilegio, que se había

concedido a sí mismo, para otorgar póstumamente

títulos de duque a destacados

símbolos de la Nueva España como Calvo

Sotelo, José Antonio Primo de Rivera y el

general Mola; de conde al general Moscardó

—héroe del Alcázar de Toledo—, a Onésimo

Redondo y a Víctor Pradera. En años

sucesivos concedió otros títulos de conde a

generales y militares destacados en la guerra,

científicos, médicos y algunos políticos

del régimen, como el condado de Castillo

de la Mota a Pilar Primo de Rivera. El más

singular de todos fue concedido a un hombre

de empresa, Barrié de la Maza, que recibió

el título de conde de Fenosa, denominación

tomada de las siglas de Fuerzas

Eléctricas del Noroeste de España Sociedad

Anónima.

Aunque la Ley de Sucesión restauró la

Monarquía en 1947, hasta 1956 no se procedió

a ordenar la publicación de una Guía

Oficial de Grandezas y Títulos del Reino. En

la edición de 1973 figuraban 391 títulos con

Grandeza y 2.189 sin ella, a los que había

que sumar 59 títulos extranjeros autorizados

en España, entre ellos 47 pontificios.

Un total de 2.580 dignidades que ostentaban

1.977 personas, más los que figuraban

pendientes de trámite. Ciertamente, por la

acumulación de títulos, la nobleza no era

un colectivo numeroso pero Franco, con estos

gestos, consiguió una neutralidad benevolente,

en cuestión política, de la mayor

parte del mismo. Si bien era un colectivo

partidario de la restauración de la Monarquía

en España, en muy pocos casos pasaron

a protagonizar una oposición abierta y

beligerante contra el régimen que había

restaurado su legislación, el uso de sus títulos,

y permitía su desarrollo económico y

social. En todo caso, algunos nobles fueron

partidarios de un entendimiento con el Jefe

del Estado que posibilitara una pacífica

transición de poderes al conde de Barcelona.

La mayor parte de los historiadores

afirman que la segunda mitad del siglo XX

produjo importantes cambios económicos

en la mayor parte de las casas de la nobleza,

de la misma manera que la sociedad y

la estructura agraria del país se transformaron

durante el régimen franquista. Sin

embargo, faltan todavía tesis doctorales,

investigaciones y trabajos centrados en la

administración de recursos y fuentes de riqueza

de la nobleza durante esta tan debatida

etapa histórica. Así, tan sólo se conocen

sucintamente algunos casos como el linaje

de los Alba. El primer marido de la

duquesa Cayetana, Luis Martínez de Irujo,

decidió cambiar el tradicional sistema de

arrendamiento de fincas, disponiendo algunas

hectáreas de tierra en explotación directa,

otorgando una participación en los

beneficios a los obreros, según unas tablas

de rendimiento, evitando, de esta manera,

conflictos laborales, de acuerdo con la política

social paternalista del régimen franquista.

En los años sesenta, creó administraciones

separadas de las fincas que su

mujer poseía en Navarra, Ávila, Salamanca,

Extremadura y Andalucía. Los benefi-

170 Antonio Manuel Moral Roncal

cios se invirtieron en la adquisición de tecnología

agraria, pisos y propiedades inmobiliarias

que, al alquilarse, proporcionaron

grandes rendimientos. La casa de Alba

también invirtió en valores de bolsa, aunque

de forma segura y muy conservadora.

Este proceso de reorganización económica

se acentuó en el reinado de don Juan Carlos

I. El ministerio de Agricultura y el Instituto

para la Reforma y Desarrollo Agrario,

dirigido por Alberto Ballarín Marcial,

concedieron notables ventajas a los colonos

de algunas fincas de los Alba para adquirirlas

mediante créditos y ayudas directas,

compensando a sus anteriores propietarios,

política muy diferente a la mantenida durante

la Segunda República. La finca navarra

de Baigorri fue vendida en 125 millones

de pesetas y la de Las Vegas en otros 60.

Parte de ese dinero se destinó a la adquisición

de varias viviendas en torno a Liria y

a la compra del edificio número 41 de la

madrileña calle de José Abascal, que fue alquilada

a una empresa energética y a un

ministerio. En 1982, la administración de la

casa recibió 200 millones de pesetas provenientes

de la venta de varias fincas en Andalucía

(MORAL RONCAL, 1998). Todo

parece apuntar que las rentas provenientes

de fincas urbanas, la explotación directa de

propiedades agrícolas y la mejora de inversiones

en bolsa constituyeron las tres

fuentes de ingreso principales de los Alba

durante esa época. Sin embargo, tampoco

se debería olvidar sus colecciones de pintura

y escultura, su biblioteca y archivo, los

palacios de Liria, Dueñas y Monterrey, patrimonio

histórico-artístico de un enorme

valor, herencia de un linaje de siglos.

En el caso de Miguel Lasso de la Vega

(1921-1996), vizconde de Dos Fuentes y

marqués de las Torres de la Pressa, educado

en los difíciles años de la caída de la

Monarquía y la crisis de los años treinta, se

declaró como «agricultor» en los trámites

iniciales para la legalización de sus títulos

en 1951. Su hijo Miguel accedió a la universidad

y obtuvo el título de ingeniero

técnico agrícola11, al igual que Álvaro Moreno

de Arteaga, marqués de la Eliseda y

Enrique Falcó Carrión, conde de Elda12.

Don José Manuel Zulueta y Carvajal (1927-

1992), marqués del Duero y duque de

Abrantes, accedió a la carrera militar, al

igual que su hijo, José Manuel Zulueta y

Alejandro, capitán de caballería, destinado

en el Cuarto Militar del rey Juan Carlos I

en el momento de solicitar la sucesión de

los títulos de su padre13. Así, todo parece

indicar que, en los últimos sesenta años, las

familias de la nobleza han tenido que

adaptarse a la pérdida de los puestos en la

Casa Real y en la alta política, reorganizando

sus explotaciones agrarias, adaptando

sus gastos a una mentalidad contemporánea

—lejana a los antiguos tiempos del

mecenazgo artístico y cultural—, procurando

ingresar en la universidad, trabajando

en grandes empresas, en la banca y en

el Ejército. La nueva monarquía democrática

no restauró su presencia en los círculos

cortesanos, desligándose del enorme

peso económico que para Alfonso XIII había

supuesto el mantenimiento del Patrimonio

Nacional.

LOS TÍTULOS BAJO EL RÉGIMEN

FRANQUISTA: ACORDES Y

DESACUERDOS

En la década de los años setenta, Salvador

Giner subrayó el inmovilismo y restauración

de la vieja oligarquía de poder durante

el régimen franquista, fenómeno que,

no obstante, no había sido incompatible con

una profunda transformación del resto de

grupos que formaban la sociedad española

desde 1939 (GINER, 1972). En su opinión,

la aristocracia, oscurecida durante la etapa

republicana, afectada sus bases por su legislación

agraria, había sido diezmada durante

la guerra civil, pero renació con fuerza

al concluir ésta, enfrentándose a una difícil

situación de fidelidad a la causa

monárquica, de un lado, y a la persona y

gobierno de Francisco Franco, por otro.

Aristocracia y poder económico en la España del siglo XX 171

Dos fidelidades de muy distinto signo y frecuentemente

inconcebibles entre sí. Otro

motivo de conflicto entre la nobleza y el régimen

se planteó entre sus marcados criterios

elitistas, desde un punto de vista económico

y social, y el carácter social del franquismo

(Cfra., MORENO, 2000; SÁNCHEZ

RECIO, 1998; SUÁREZ, 1993), sin que ello

se saldara con un desplazamiento de la

aristocracia de la cumbre del poder económico,

siendo una muestra más de las tensiones

existentes en los grupos que formaban

la élite. Así, un sector relevante de la

nobleza mantuvo aún una fuerte vinculación

con la agricultura y la ganadería, pero

alcanzó paulatinamente más poder e influencia

a través de sus actividades industriales

y financieras. En su opinión, la presencia

de títulos en los Consejos de las

Sociedades Anónimas demostraba su relevante

posición de poder.

Efectivamente, en la década de los años

sesenta, numerosos investigadores se sintieron

interesados en estudiar su presencia

en estos cerrados círculos socio-económicos,

en orden a descubrir ocultos mecanismos

de control de la economía por parte de

reducidos grupos de la sociedad española.

Carlos Elordi en 1973, en un artículo publicado

en Actualidad Española con el título

de «Los nobles en la industria» apuntó que

en los Consejos de Administración de Sociedades

Anónimas con un capital superior

a los dos millones de pesetas se registraba

la presencia de 333 títulos de nobleza, ocupando

un total de 1.500 puestos en dichos

consejos, siempre teniendo en cuenta que

un aristócrata podía poseer más de uno de

ellos.

No obstante, si bien era alto el número

de presidencias de estos Consejos ocupadas

por miembros de la nobleza (muchas

de ellas honorarias), era notorio, igualmente,

la escasa participación de los mismos

en las tareas de dirección ejecutiva de

las empresas, la mayoría de los cuales estaban

en manos de miembros de la alta

burguesía. Factor que debe ser subrayado

debidamente. De las 686 empresas en las

que figuraban títulos nobiliarios ocupando

sillones del Consejo de Administración, o

puestos de alta dirección, 194 (un 30%) estaban

presididas por burgueses, mientras

que los nobles tan sólo ocupaban 64 puestos

de consejero-delegado o de director. Todo

ello limita de forma muy clara la pretendida

tesis de inalterabilidad del poder

económico y social de la nobleza española.

Por otra parte, este estudio no fue completo,

al no proceder a señalar si esos títulos

eran de reciente creación, viejos linajes o

burguesía ennoblecida, lo cual hubiera sido

bastante necesario para evitar generalizaciones

sobre los límites del poder de la

aristocracia.

Durante uno de los Cursos de Verano

de la Universidad Complutense en El Escorial,

en la década de los noventa, el profesor

Martín López advirtió sobre la necesidad

de estudiar el proceso de ennoblecimiento

de la alta burguesía durante la

segunda mitad del siglo XX, verdadera clase

líder —en su opinión— del desarrollo

económico de los años sesenta y setenta, a

través de las vías del poder político y de

los lazos matrimoniales, vieja fórmula de

supervivencia/ascenso social que nunca

había llegado a desaparecer de las redes de

sociabilidad de la clase alta, adaptándose a

los nuevos tiempos. Sin embargo, Franco

tan sólo creó unos 38 títulos nuevos y, en

la mayoría de los casos, no parece ser que

su función fuera el ennoblecimiento de la

alta burguesía, aunque tampoco faltan algunos

ejemplos. El 18 de julio de 1958,

Franco concedió el título de conde de Echeverría

de Legazpia a don Patricio Echeverría

Elorza, por su dedicación a la industrialización

y a la mejora social y moral de

los obreros. Hijo de artesanos, había comenzado

sus negocios en las Vascongadas

con una pequeña forja a cargo de un único

empleado, pero, con el tiempo, llegó a fundar

numerosas fábricas, escuelas, bibliotecas

y hogares dignos para sus más de dos

mil empleados. Como se subrayó en su ex-

172 Antonio Manuel Moral Roncal

pediente, durante la guerra civil fue decisiva

la ayuda de este empresario a favor

del Bando Nacional, teniendo en cuenta

que la mayor parte de los centros industriales

del País Vasco quedaron en la zona

republicana14. Igualmente, los méritos en

materia de ayuda a la industrialización regional

fueron determinantes para que, el 18

de julio de 1969, se concediera a don Alfonso

de Chucurra la dignidad de conde de

El Abra15.Queda pendiente para la investigación

la rehabilitación de viejas dignidades

durante la etapa franquista y la cuestión

especialmente interesante de los títulos

carlistas, que fueron reconocidos y

equiparados a los concedidos por la rama

dinástica isabelina. Así, todo parece indicar

que, actualmente, se precisan estudios detallados

sobre los lazos matrimoniales y las

redes clientelares de poder durante la etapa

franquista.

Frente a Salvador Giner, Carlos Elordi y

las sugerencias de Martín López, una de

las tesis más elaboradas fue expuesta por

Carlos Moya en los años setenta y retocada

en los noventa, aun necesitada de estudios

que apoyen su validez, según admitió

su propio creador (MOYA, 1993: 64-153).

Crítico con las tesis sociales de los sociólogos

Linz y De Miguel, Moya afirmó que el

quebradizo desarrollo del capitalismo en

España, desde 1840 a 1950, no había llegado

nunca a cristalizar en una clase nacional

burguesa; constituyendo, básicamente,

un proceso de restauración modernizadora

en la que se reconstruyó el poder de la aristocracia,

en tanto típica clase dominante de

las sociedades occidentales en cuanto sociedades

tradicionales preindustriales. Un

requisito para la secular duración de ese

poder tradicional fue la eventual incorporación

y renovación de sus filas con las élites

burguesas surgidas con la propia dinámica

del capitalismo comercial urbano que

precedió, por más o menos siglos, al salto

de una economía y a una sociedad industrial

y urbanizada. La clase media, en definitiva,

proporcionó los cuadros suficientes

para mantener la dominación tradicional.

Cuando la supremacía político-social alcanzó

el nivel moderno de la racionalización

burocrática correspondiente a las

grandes organizaciones públicas y privadas,

se produjo una movilización ascendente

de élites y altos cuadros que resultó

progresivamente incompatible con toda residual

dominación de tipo aristocrático estamental.

En esa movilización vertical jugaron,

por supuesto, un papel clave ciertos

sectores de las nuevas clases medias, propias

de un sistema capitalista de la posguerra

mundial. En España, a partir de la

década de los años 50, el núcleo central de

una aristocratizante clase dominante se vio

limitado en su poder tradicional por ese

proceso de movilización horizontal y vertical

de los nuevos altos cuadros y ejecutivos,

imponiendo progresivamente un estilo

relativamente burgués y moderno en

amplios sectores de la clase alta. Pues con

el creciente proceso de burocratización y

desarrollo económico del franquismo, el

enorme poder tradicional de aquella vieja

y restaurada clase dominante sólo se pudo

mantener en funcionamiento mediante una

reestructuración modernizadora de una

clase alta en la que aquella élite decisiva

vendría englobada.

Paralelamente, tras la victoria de 1939,

a pesar de los intentos de reconstrucción de

la nobleza como élite de poder, se impuso

la formación de una nueva clase alta, que

asumió los símbolos, cultura y mentalidad

en que se apoyaba la moderna racionalidad

burguesa empresarial, por lo que resultó

imposible la restauración del sistema tradicional

de legitimaciones de la vieja aristocracia,

harto deteriorada a lo largo de todo

un siglo en el que la retórica del lenguaje

político constitucional había estado

determinada por los símbolos liberales. El

reducido horizonte de modernización con

el que esta clase rellenó el hueco de su imposible

restauración absoluta de una legitimación

tradicional fue el estrecho marco

de racionalidad capitalista sobre el que, en

Aristocracia y poder económico en la España del siglo XX 173

opinión de Moya, se inició el despegue de

la reorganización industrial, deseada y

planteada desde 1918 por algunos sectores

de la burguesía catalana.

El 18 de julio de 1951, Franco otorgó el

título de conde de Benjumea al nuevo gobernador

del Banco de España, Joaquín

Benjumea Burín, hermano del conde de

Guadalhorce, ministro de Obras Públicas

con Miguel Primo de Rivera. El nuevo aristócrata,

organizador de la gran empresa

minera de Riotinto y presidente del Consejo

de Minería, había sido nombrado en

plena guerra jefe del Servicio Nacional de

Regiones Desvastadas y Reparaciones, y,

en marzo de 1939, director del Instituto de

Crédito para la Reconstrucción Nacional,

siendo meses más tarde ministro de Agricultura

y encargado del departamento de

Trabajo. En 1941 fue nombrado ministro de

Hacienda, desde donde pasaría a la gobernación

del Banco de España para ocupar

también el cargo de comisario de la Banca

oficial. Durante su largo mandato tuvo lugar

la reorganización y nacionalización total

del Banco de España (1962), impulsada

por el ministro de Hacienda Navarro Rubio.

De esta manera, al eliminarse el capital

privado, la plana mayor de consejeros

con título nobiliario desapareció del banco

central. Todo un símbolo de una nueva

época. Desde allí se impulsó la racionalización

burocrático-empresarial del desarrollo

económico de los siguientes años.

Los héroes de la economía fueron los tecnócratas

y ejecutivos, que desplazaron a

los viejos representantes de la aristocracia

financiera. Este grupo se despegó definitivamente

de la nobleza tradicional en función

del proceso apuntado, comenzando

una transformación de la clase alta, propia

de una sociedad industrial contemporánea,

que culminaría en los años 80, perdiendo

paulatinamente su característica global

aristocratizante. No por ello desapareció la

presencia de la nobleza en los cuadros superiores

de empresas y bancos, pero su influencia

social, su prestigio económico y su

preeminente símbolo de referente social

quedaron eclipsados paulatinamente. Tesis

sugerente de la que deberán quizá partir

las futuras investigaciones al respecto.

No cabe duda, de que la nueva clase alta

no sólo tuvo un papel hegemónico en la

organización económica sino en el futuro

del régimen franquista. Los sectores más

modernizados de las élites del poder se

plantearon un horizonte político sobre el

que pesaba el mundializado vendaval juvenil

de 1968 y la inevitable muerte de

Franco, disparando con la crisis de sucesión

el riesgo imaginable de una crisis final

del Estado. Con la emergencia de la nueva

clase política, partidaria de una transición

hacia la democracia, encabezada por la generación

del rey Juan Carlos I se produjo el

sucesivo relevo generacional de la vieja clase

dirigente, cada vez menos vinculada a

los títulos del siglo XIX. Si bien algunos de

sus miembros tuvieron relaciones con alguna

familia de la nobleza, constituyeron

una excepción. La aristocracia cortesana no

fue restaurada en 1975 ni los monarcas recibieron

a los Grandes en una recepción en

el Palacio Real hasta fecha muy avanzada

de su reinado. Por aquellos años, la figura

del simpático pero anacrónico noble, el

marques de Leguineche —personaje de la

saga cinematográfica de Luis G. Berlanga—

interpretado por un auténtico aristócrata,

Luis Escobar, se convirtió en todo un

símbolo social: para la nobleza había llegado

el momento de la definitiva despedida

de su viejo mundo, perdido en la Guerra

Civil, y no le quedaba más remedio que diluirse

—aquellos que pudieran— en las

nuevas élites españolas o admitir una caída

en el escalafón social (ESCOBAR, 2000).

174 Antonio Manuel Moral Roncal

1 Este artículo forma parte del proyecto de investigación

PB97-0107 sobre la nobleza española

en la Edad Contemporánea financiado

por el Programa Sectorial de Promoción

General del Conocimiento, del Ministerio de

Educación y Ciencia.

2 Por eso se desestimó el recurso del bisnieto

de Juan Pérez de Berrasti, defensor de Ciudad

Rodrigo contra los franceses en 1810, reclamando

la creación del título de conde de

la Defensa de Ciudad Rodrigo. Así se le notificó

el 31 de mayo de 1883. Archivo del Ministerio

de Justicia (En adelante, AMJ), sección

Títulos, leg. 288-1, nº 2823.

3 AMJ, Títulos, leg. 79-1, nº 671.

4 AMJ, Títulos, leg. 340-4, nº 3611.

5 Y de los numerosos títulos que tuvieron que

malvivir en considerables ocasiones. Tal fue

el caso de don Carlos Drake y Redondo

(1887-1937), marqués de Eguaras y conde de

Vega-mar. En su testamento, realizado el 22

de febrero de 1935, declaraba que vivía en la

madrileña avenida de Bravo Murillo —un

barrio alejado del centro y nada aristocrático—

y que todos los muebles, ropas, objetos,

efectos y enseres que existían en su domicilio

eran de la exclusiva propiedad de su sirvienta,

doña Obdulia Calderón Revilla,

quien se los había comprado y pagado en vida,

excepto las ropas de uso personal del

testador, papeles, resguardos, una escribanía,

un reloj y un barómetro. El marqués

nombraba heredera «de todos sus bienes» a

su madre, doña Rosa Redondo Guerrero, y

en su defecto, a sus hermanos. AMJ, Títulos,

leg. 170-2, nº 1475.

6 Doña Rosario Daoiz poseía dos haciendas de

labor en Morón, con sus respectivos caseríos,

valoradas en 1.800.100 reales, además

de un cortijo en el Puerto de Santa María, cedidos

en régimen de arrendamiento a unos

labradores. Al mismo tiempo, la reina le concedió

el título de vizcondesa del Parque el 7

de mayo de 1852. AMJ, títulos, leg. 112-1, nº

1009.

7 Ibíd.

8 Como Narciso Liñán y Heredia, conde de

Doña Marina (1881-1955), licenciado en Derecho,

doctor en Filosofía y Letras, jefe del

archivo y biblioteca del ministerio de Estado

durante el reinado de Alfonso XIII. AMJ,

Títulos, leg. 228-4, nº 2062.

9 AMJ, Títulos, leg. 112-1, nº 1009.

10 AMJ, Títulos, leg. 279, nº 2670.

11 AMJ, Títulos, leg. 225, nº 235.

12 Álvaro Moreno obtuvo carta de sucesión del

título el 12 de junio de 1964. Enrique Falcó

Carrión, ingeniero agrónomo, solicitó la carta

de sucesión al título de su padre, José Falcó

y Álvarez de Toledo, obteniéndola el 30

de mayo de 1984. AMJ, Títulos, leg. 340-4, nº

3611 y leg. 88, nº. 763.

13 AMJ, Títulos, leg. 315-1, nº 3362.

14 También se destacó su ayuda a alentar la

operación G y la M1, por la cual se pudo exportar

a América numerosos productos españoles.

En el momento de su concesión, este

empresario vasco contaba con 74 años y

pudo disfrutar de su título otros catorce.

AMJ, Títulos, Leg. 280-2, nº 2679.

15 Sin contar, al igual que el anterior, con su decisiva

posición a favor del Bando Nacional

durante la guerra civil, en la cual perdió a

uno de sus hijos. AMJ, Títulos, leg. 344-3, nº

3676.

Aristocracia y poder económico en la España del siglo XX 175

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