GRUPOS URBANOS Y ASISTENCIA SOCIAL:

EL HOSPITAL DE SAN MARTÍN DE

LAS PALMAS EN EL SEISCIENTOS

PEDRO C. QUINTANA ANDRÉS

VEGUETA, Número 7, 2003 – ISSN: 1133-598X 41

Resumen: El hospital de San Martín

fue una de las principales instituciones

asistenciales de las islas durante todo el

Antiguo Régimen. Sus cortos ingresos

fueron sostenidos por las rentas procedentes

de los bienes de su fundación,

por las aportaciones del Cabildo Catedral,

del obispo, las limosnas de los vecinos

y la de los acogidos, aunque siempre

su economía estuvo en precario ante

la gran cantidad media de asilados. Los

enfermos estaban integrados en un amplio

porcentaje por miembros de las capas

populares —libertos, pobres mendicantes,

pequeños artesanos, marineros,

viudas, mujeres abandonadas— cuyas

enfermedades básicas eran la pobreza, la

marginalidad y la vejez.

La entidad fue, ante todo, un centro

en el que el grupo de poder distribuyó

una mínima parte de las ingentes ganancias

percibidas a través de la explotación

de los sectores populares, buscando

a cambio el mantenimiento de sus intereses

con el control de dicha población,

presentarse ante ellos como sus benefactores

y la compra, si era posible, del perdón

eterno.

Palabras clave: Hospital, asistencia,

pobreza, enfermo, Hermandad, control

social.

Abstract: Saint Martin’s Hospital

was one of the major care institutions in

the Canary Islands throughout the

Acient Regimen. Its scarce income was

sustained thanks to the revenues, which

came from the assets of its foundation,

the contributions made by the Board of

the Cathedral, the bishop, the donations

by the neighbours and those made by

the patients, although its finances were

always precarious due to the great number

of residents sheltered there on average.

A high percentage of the patients

were mainly members of the lower classes

—freemen (ex-slaves), beggars,

craftsmen, sailors, widows, abandoned

women— whose sufferings were mainly

poverty, marginality and old age.

This institution was, above all, a

body in which the power groups invested

a minimum part of the huge income

obtained through the exploitation of the

popular sectors of society, whose aims

were the maintenance of their interests

through the exertion of total control over

such population, therefore presenting

themselves with the image of benefactors,

and the purchase, if possible, of the

eternal blessings.

Key-words: Hospital, care, poverty,

patient, Brotherhood, social control.

INTRODUCCIÓN

La asistencia social a los pobres y enfermos

durante la Edad Moderna fue un

hecho común en gran parte de la geografía

europea, aunque las iniciativas respondían

a motivaciones, razones y connotaciones

de diverso carácter en cada momento. Muchas

de las entidades sanitarias y de asilo

de mayor relevancia tuvieron su origen en

la etapa medieval como centros de beneficencia

en los que, entre otras funciones, se

realizaban labores de curación y cuidado

de las personas enfermas (MOLLAT, 1978;

V.V.A.A., 1997). Los hospitales se consolidaron

como un elemento más dentro del

organigrama auspiciado por el grupo de

poder en su intención de mantener el orden

social establecido mediante el reparto

de una fracción de la renta detraída de la

población entre los más desfavorecido o

enfermos. De esta manera, las graves desigualdades

socioeconómicas registradas en

el seno de la sociedad fueron justificadas y

minimizada por la ideología imperante,

siendo una de sus máximas la de engrandecer

los sacrificios en la vida terrenal para

alcanzar el bien supremo en la espiritual.

El castigo del pudiente sería en el más

allá, desterrándose cualquier altercado o

conflicto social por tomar sus propiedades

que llevarían, al fin al cabo, a sus nuevos

poseedores a la condena eterna (LIS-SOLY,

1984; ESTARBROOK, 1998). La deseada estabilidad

social era conseguida a través de

diversas estrategias entre las que destacaba

la asistencia mediante limosnas, reparto

de alimentos, socorro hospitalario y la fundación

de otras instituciones asistenciales

42 Pedro C. Quintana Andrés

—cofradías, hermandades— con un peso

creciente dentro de unos espacios urbanos

donde se incrementaba progresivamente la

pobreza de los sectores populares.

Los grupos más pudientes y el patriciado

urbano serán los principales implicados

en el fomento de los hospitales y de la red

asistencial como forma de conjurar la amenaza

social de la masa de desposeídos generada

por la injustas condiciones de distribución

de la renta (GRIFFITHS-JENNER,

2000). En los sectores del poder la pobreza

urbana se convirtió en un tema de preocupación,

especialmente si ésta estaba asociada

a enfermedades de presunto carácter

contagioso como la lepra o la elefancía

(QUINTANA, 2000), pues si bien los pobres

eran despreciados, considerados como

deshechos sociales e ignorantes de su propia

realidad no por ello dejaban de ser una

masa peligrosa para el status quo establecido

en determinados períodos —hambrunas,

epidemias— cuya asistencia directa

por las instituciones civiles o eclesiásticas

eran necesario fomentar. Esta mezcla de intereses,

mentalidad y religiosidad, además

de la búsqueda de perpetuar los fundadores

de este tipo de instituciones su memoria

y la de sus familias tan común en estos

tiempos, influyó en algunos miembros de

la sociedad al destinar después de su

muerte la totalidad o una parte de las riquezas

acumuladas a la realización de

mandas pías entre las que se encontraban

las fundaciones de este tipo de entidades

(MUCHEMBLED, 1989). Dichas razones

fueron las que llevarían a muchos ciudadanos

acomodados a entregar a las instituciones

asistenciales limosnas, edificios o a

entrar ellos mismos a conformar cofradías

o hermandades dedicadas a los menesterosos.

La práctica de la caridad fue el factor

primordial de creación de los hospitales

donde se alojaban enfermos, transeúntes y

necesitados pero también eran asilo de ancianos,

niños huérfanos o expósitos, lugar

donde se refugiaban los pordioseros o en el

que se otorgaban limosnas o la sopa boba

(BARREIRO-REY, 1999; WOLF, 1987). Es

decir, la caridad asistencial era ejercida sobre

una amplia fracción de la sociedad caracterizada

por su pobreza, debilidad física,

marginación social, taras, desplazamiento

forzoso de sus lugares de origen o

por su precariedad jurídica (RUBIO, 1984;

GEREMEK, 1998) desamparadas dentro de

un sistema donde una sustancial parte de

sus componentes eran apartados drásticamente

de los mecanismos de distribución y

captación de capitales. Precariedad y enfermedad

eran dos conceptos comunes pero

también el de marginación y pecado

(WOOLF, 1989), así era lógico que se justificara

la creciente pobreza estructural existente

en las ciudades donde la recuperación

de la salud era un don divino que,

quizá, permitiera al beneficiado asumir un

nuevo rol social.

En general, la pobreza y marginalidad

auspiciada por un sistema distributivo injusto

fue usada por éste para justificar su

propia redención, afianzamiento, extensión

y ahondamiento en el modelo de formación

social impuesto e incontestado por

una masa de población en gran medida

alienada por múltiples condicionantes religiosos

y mentales.

LA ASISTENCIA SOCIAL EN

CANARIAS

El Antiguo Régimen en Canarias fue un

período de considerables transformaciones

socioeconómicas y políticas en un espacio

que pasó en breve tiempo desde la explotación

de subsistencia de los aborígenes

prehispánicos hasta su imbricación dentro

del complejo sistema mercantilista europeo,

además de desempeñar un papel clave

en las comunicaciones e intercambios

realizados entre el Viejo y Nuevo Continente.

El paso de la inicial sociedad surgida

de la colonización —denominada habitualmente

de frontera— a la estructurada

desde finales del quinientos va a suponer

Grupos urbanos y asistencia social: el hospital de San Martín de Las Palmas en el seiscientos 43

una creciente división interna en función

de la calidad de su acceso a la distribución

de los bienes generados, aumentando de

forma progresiva el número de marginados

y pobres en paralelo a la centralización de

la propiedad en un menor número de manos.

En el ámbito rural los grupos con menores

recursos se circunscribieron a las

áreas productivas de bajo rendimiento dedicadas

a la agricultura de subsistencia y

las explotaciones marginales de madera,

carbón, pesca o explotación de productos

de construcción —teja, ladrillo, cal—, siendo

esta masa de población en la reserva la

destinada en las etapas de expansión económica

al cultivo de las nuevas explotaciones

y a la intensificación de las existentes,

mientras en época de crisis volvían a

sus áreas primigenias o tenían como única

salida la emigración hacia otras zonas del

Archipiélago o de América.

En el mundo urbano los grupos populares

incrementaron sus efectivos en consonancia

a la concentración de las funciones

en cada uno de los núcleos dentro de

la jerarquía sociopolítica regional y por el

propio desarrollo de las fuerzas productivas.

Estos sectores estaban integrados por

un variado número de artesanos, servidores,

hortelanos, mareantes o asalariados

vecinos o foráneos atraídos por las posibilidades

económicas del lugar, aumentando

la diversidad del origen geográfico de los

residentes mientras más relevancia tuviera

el núcleo dentro del sistema redistributivo

de rentas del Archipiélago. Pero también

este mundo se tambaleaba periódicamente

con las cíclicas recesiones del sistema, por

las relaciones internacionales de la Corona

con grave repercusión en las islas a través

de bloqueos o ataques piráticos, etc., situaciones

propiciatorias en restringir la circulación

de capitales con una clara incidencia

en la ruina de los sectores menos favorecidos

de la sociedad. Estas situaciones, la

concentración de las rentas en menor número

de manos o los cambios de jerarquía

acontecidos a lo largo del Antiguo Régimen

en la región ralentizaron o favorecieron,

según el núcleo de población, el empobrecimiento

de ciertos sectores populares

cuyas filas también se nutrían por libertos,

emigrantes extranjeros o por grupos

de campesinos arribados a la urbe como

medio de escapar de la caída de sus ingresos

y las pérdidas de bienes ocasionadas

por las crisis. La abundancia de mano de

obra urbana, su escasa cualificación general

y las estrategias del grupo de poder de

acumulación de circulante llevaron a una

sustancial parte de esta población a desempeñar

oficios de escasa remuneración

para poder sobrevivir —mozos de cuerda,

mareantes, pescadores, caleros, tejeros—,

ejercer de domésticos, ejercitar más de un

oficio —hortelano y artesano— o, en el peor

de los casos, integrarse dentro del grupo de

pobres de solemnidad o mendicantes, cuyos

efectivos aumentaban geométricamente

tras cada crisis generalizada.

En una ciudad como Las Palmas esta situación

ha quedado demostrada para el

seiscientos tanto desde la jerarquía desempeñada

por la ciudad dentro del organigrama

general del Archipiélago como por

la transformación experimentada a lo largo

de la centuria por los grupos sociales establecidos

en la urbe (QUINTANA, 1997).

Durante la primera mitad del seiscientos

las condiciones socioeconómicas de dicha

ciudad favorecieron el asentamiento de

una notable población foránea cuyos principales

cometidos fueron el comercio, la artesanía

y la explotación de los cercados

ubicados dentro de la ciudad y circunvecinos,

dirigiéndose gran parte de la producción

al consumo local (QUINTANA, 1999).

La crisis de mediados de la centuria, el creciente

peso de otras ciudades dentro de la

jerarquía regional y la pérdida de algunas

funciones (QUINTANA, 1997b) tuvieron

una considerable repercusión en Las Palmas

con el desplazamiento de parte de sus

grupos populares hacia las áreas de medianías

o localidades cercanas a ella (Marzagán,

San Lorenzo, Tamaraceite) para em-

44 Pedro C. Quintana Andrés

plearse como medianeros, arrendadores o

labrantes asalariados en las tierras propiedad

de los miembros del grupo de poder o

desempeñar trabajos de escasa remuneración

como los de tejeros, caleros, olleros o

carboneros.

Una parte de los desplazados urbanos

se asentaron en las faldas de las montañas

localizadas al este de la ciudad donde adquirieron

solares a bajo precio o les fueron

entregados, a cambio de su fidelidad perpetua,

por algunos de los propietarios integrantes

de la élite local deseosos de garantizar

la explotación de sus parcelas urbanas

y tener mano de obra asegurada en

el servicio doméstico de sus hogares

(QUINTANA, 2000b). Durante el siglo XVII

el grupo urbano con mayor aumento fue el

conformado por los pobres de solemnidad

—habitualmente con ingresos que sólo le

permitían una mínima subsistencia— y los

mendicantes, arremolinados en torno a las

iglesias, principales calles y cerca de los

conventos donde recibían la sopa boba cotidiana.

Los primeros desempeñaban labores

con escasa remuneración —cordeleros,

ayudantes de artesanos— localizándose

sus hogares en el barrio de los Corraletes,

junto a la carnicería y pescadería de la ciudad,

cercanos a la laguneta del barrio de

Triana o en las inmediaciones de la ermita

de San Justo y Pastor, en viviendas de una

sola planta conformadas por una o dos habitaciones.

En cambio, los mendicantes se

refugiaban en chamizos cercanos al mar y

en las cuevas situadas en el barranco Guiniguada,

en las ubicadas en las partes altas

de las colinas de la ciudad y junto a la casamata

emplazada al este de la muralla

norte de Las Palmas.

Estos sectores populares y los transeúntes

fueron los registrados habituales de

los centros asistenciales de Las Palmas y de

todos los existentes en Canarias durante la

fase estudiada. En cambio, los grupos pudientes

lograron diferenciarse del resto mediante

la asistencia médica particular en su

domicilio, ya fuera mediante acuerdo previo

de un salario al facultativo por su atención

periódica, tal como hicieron los prebendados

del Cabildo Catedral o los

miembros del Ayuntamiento insular, ya

mediante el pago directo por cada consulta,

como era común en la atención a los

particulares fuera de estas instituciones. A

lo largo del Antiguo Régimen la proliferación

de epidemias, la reiteración, especialmente

a partir del último tercio del seiscientos,

de las recesiones económicas y el

progresivo empobrecimiento de las capas

populares urbanas fueron algunos de los

factores favorecedores de la multiplicación

de instituciones asistenciales, de entidades

de acogida, casas de beneficencia o de hermandades

de protección o socorro cuyos

inicios se remontan a los primeros años de

la postconquista —hospital de Telde fundado

por Inés Chemida o de Los Dolores

en La Laguna— o el hospital de lazarinos

ubicado en Las Palmas desde las últimas

décadas del cuatrocientos (VIERA, 1978;

RUMEU, 1991). El seiscientos y, fundamentalmente,

la siguiente centuria fueron

prolíficas en los intentos de atender las necesidades

sociales, asistir a los enfermos y

necesitados, así como, sobre todo, amortiguar

la presión social de los grupos menos

favorecidos en el ámbito urbano. Desde esta

perspectiva se deben observar las propuestas

realizadas desde las instituciones,

estrategia continuada desde los círculos

implicados en la renovación del país, caso

de las Reales Sociedades Económicas, o en

el seno del propio pensamiento ilustrado

durante el setecientos (SANTANA-MONZÓN,

1995; SANTANA, 1993; MONZÓN,

1994), cuyas propuestas paliaron sólo una

parte del problema pues, en general, al

grupo de poder regional no le interesaba

cambiar las bases de un sistema cada vez

más rentable para sus intereses económicos,

sociales y políticos.

De igual manera, la iglesia, principal

sostenedora de las entidades asistenciales,

a través de instituciones como el obispado,

el Cabildo Catedral o algunos conventos de

Grupos urbanos y asistencia social: el hospital de San Martín de Las Palmas en el seiscientos 45

frailes mendicantes logró en la mayoría de

los casos eludir su responsabilidad directa

en el sostenimiento de tan injusto status

mediante periódicas entregas de pequeñas

cantidades de limosnas, de la multiplicación

de mandas pías o del reparto circunstancial

de comida en las etapas de hambrunas

generalizadas pero sin desear o intentar

cambiar las bases de dicha injusticia

social.

EL HOSPITAL DE SAN MARTÍN Y SU

REALIDAD URBANA

La situación descrita para la asistencia

social en Europa en los inicios de la modernidad

se reprodujo con parecida intensidad

en las islas Canarias, registrándose

las primeras fundaciones en los principales

núcleos de población durante la última fase

de sometimiento de los aborígenes por

los colonizadores. Una primera referencia

al auxilio hospitalario fue el improvisado

sanatorio erigido en Gáldar tras la batalla

de Ajodar cuando frente a la enriscada fortaleza

murieron o fueron heridos el capitán

Miguel de Mójica y gran parte de sus tropas

vizcaínas, por lo que tráxose el cuerpo de

Moxica i los heridos para curar, i a el otro a

darle honroso enterramiento a el pueblo de Gáldar

en una casa grande que está a una puncta

de el lugar, i en otra allí serca se decía misa, i

llamaron de la advocación de señor Sanctiago,

onde fueron enterrados los cristianos (MORALES,

1978: 417). En los primeros años tras

la conquista en la ciudad de Telde la aborigen

Inés Chimida usó su morada como

lugar de recogimiento de pobres y enfermos,

muchos de ellos antiguos canarios, ya

realizando ella la labor de auxilio como tomando

limosnas para el sostenimiento de

los estantes. A su muerte esta obra pía se

mantuvo al legar la citada su morada para

la fundación del hospital de San Pedro

Mártir, el cual obtuvo posteriormente sus

rentas de las limosnas y de las aportaciones

de bienes entregadas por próceres del

lugar (HERNÁNDEZ, 1958). A estos primeros

refugios se unieron otros como los

localizados en las afueras de Las Palmas,

especialmente en el puerto de Las Isletas

donde hay unos albergues que la ciudad dispuso

para remedio de los forasteros y mareantes

en los que, seguramente, debían atenderse

a los transeúntes con traumas y, sobre todo,

a los de enfermedades presuntamente

contagiosas para evitar su propagación al

vecindario (FRUTUOSO, 1964: 101). El citado

intento de prevenir las epidemias,

atender a los enfermos y controlar los grupos

más numerosos está en la raíz de la

fundación del hospital de San Lázaro de

Las Palmas cuyos orígenes se remontan a

comienzos del quinientos. A esta institución

se enviaban y alojaban a la mayoría de

los malatos, gafos, elefanciacos o leprosos

de las islas, aunque algunos declarados por

tales eran eximidos de entrar en él gracias

a desinteresadas aportaciones económicas a

los fondos hospitalarios, en donde desarrollaban

el resto de su existencia alejados

lo más posible de una población asustada

ante el mero contacto con unos seres sobre

los que había caído una maldición bíblica

(BOSCH, 1954; QUINTANA, 2000).

A todos estos hospitales registrados en

la isla de Gran Canaria desde finales de la

etapa de conquista hasta los inicios del siglo

XVI se añadió uno de especial relevancia

como fue el de San Martín, pues éste será

la institución asistencial por antonomasia

de la ciudad durante todo el Antiguo

Régimen, trabajando en él durante dicho

período la mayoría de los médicos que

ejercieron en la isla cuyos sueldos les fueron

abonados al cincuenta por ciento por

los fondos del Cabildo Catedral y del

Ayuntamiento. En él, tal como se señaló

con anterioridad, se asilaron pobres, transeúntes

y vecinos cuya característica más

destacada era la enfermedad en diversos

grados de desarrollo, la vejez o el desamparo,

siendo muchos de estos aspectos acelerados

por la desnutrición, las epidemias

o por la falta de apoyos familiares, además

de por la propia carencias de fondos que

46 Pedro C. Quintana Andrés

permitieran a sus moradores contratar al

galeno de turno para un seguimiento más

exhaustivo de sus males.

El hospital fue fundado mediante una

donación efectuada por Martín González

de Navarra cuando a la hora de dictar sus

últimas memorias, el 28 de octubre de

1481, se obligó a dotar de forma conveniente

una manda pía para la asistencia sanitaria

a los vecinos y foráneos. La intención

del fundador era instituir una institución

de acogida de todos los enfermos y

pobres de solemnidad que acudieran a ella

necesitados de asistencia sanitaria, además

de socorrerlos espiritualmente a través de

la dotación de la capilla de su primigenia

iglesia con una fiesta y misa el día de las

vísperas del patrono, con la presencia de

todo el curato de la ciudad, más la limosna

por una misa cantada en la fecha de celebración

del santo titular. Martín añadía a

su donación monetaria la de su vivienda,

situada a las puertas de la Villa, como sede

propicia para erigir el hospital (BOSCH,

1940). De esta manera, como se especificaba

con anterioridad, el fundador se hacía

eco en su resolución de una acendrada corriente

secularizadora muy extendida respecto

a la fundación de centros asistenciales

por integrantes del sector protoburgués

o de la pequeña nobleza registrada en los

últimos siglos de la etapa medieval (FERNANDEZ,

1993; RUBIO, 1984; BENNASSAR,

1983).

A través de obras pías como la fundación

de hospitales esta élite de la poblacional

buscaba un acto de contrición para la

redención de sus faltas, tal como se explícita

en el caso de Martín González, pero, a

su vez, dichas entidades, como se ha explicado,

se convirtieron en un eslabón más

del grupo de poder en materializar una estrategia

de represión de toda conflictividad

interna mediante el reparto de una alícuota

fracción del capital generado por la formación

social en ayuda de los menos favorecidos.

La secularización del hospital no

significó su desvinculación de los aspectos

intrínsecamente religiosos pues la dualidad

entre lo laico, la propia asistencia, y lo pío,

la iglesia o el patronato rector a través de

una institución eclesiástica, permanece como

ratificador de la estrategia de un grupo

divergente en las formas aunque no en su

perspectiva teleológica. En este aspecto se

debe englobar la fundación del hospital de

San Martín, siendo su erección y las razones

alegadas una reminiscencia medieval

surgida en Las Palmas en los estertores de

dicho período.

Tras un corto tiempo de servicio, la primigenia

sede del hospital de San Martín

cambió de lugar a fines del cuatrocientos

cuando el Cabildo Catedral propuso permutar

las casas del maestrescuela Pedro de

Vera, legadas por éste a los prebendados,

por las del centro asistencial, anteriormente

frontero a las puertas de salida del estudio

de gramática cabildalicio. El cambio se

efectuó ya que la entidad eclesiástica era la

patrona de ambas mandas pías, por el deseo

de tomar las viviendas para ampliar las

dependencias de la Catedral y aumentar la

superficie del hospital de San Martín para

mejor cabida de los enfermos. Las primeras

se erigieron definitivamente en el hospital

hasta mediados del siglo XVIII, contando

en el frontispicio de su fachada con

el escudo de armas de los Vera, mientras la

antigua sede se convirtió en la nueva sala

de estudio del Cabildo Catedral (MORALES,

1978).

Las rentas de la institución fueron muy

limitadas desde un primer momento, dependiendo

siempre las contribuciones más

suculentas de las limosnas otorgadas por el

Cabildo Catedral, elegido como patrón de

la fundación, y el obispo de turno. Los bienes

legados por el fundador, una vez liquidadas

sus deudas, se ceñían a unas

cuantas medidas de granos, las viviendas

de su morada y un molino harinero con las

casas de almacén, cuyo devengo de rentas

eran a todas luces mínimo para el sostenimiento

del moderado crecimiento en el número

de asilados. A ellas se sumaron do-

Grupos urbanos y asistencia social: el hospital de San Martín de Las Palmas en el seiscientos 47

naciones y legados de miembros destacados

de la sociedad palmense de cierta

cuantía sobre tierras y viviendas ubicadas

en la ciudad, permitiéndoles estas agregaciones

acoger con cierta dignidad a algunos

pobres. La venta de las escasas ropas y

las míseras pertenencias que pudieran portar

los enfermos difuntos era otra de las

fuentes de entrada de capital, pero éstas,

como se verá más adelante, apenas si cubrían

los gastos de los entierros.

El hospital no sólo era el centro de acogida

de los enfermos de la ciudad sino de

toda la isla y de fuera de ella, erigiéndose

en un lugar de paso obligatorio para un

abigarrado grupo humano cuya vinculación

interna más común fue la pobreza. En

él se atendían e intentaban curar todas las

dolencias con los escasos medios existentes,

salvo las relacionadas con la lepra y

elefancía, competencia del hospital de San

Lázaro. Desde el segundo tercio del siglo

XVII también se ubicó en el edifico la cuna

de expósitos con unas rentas diferenciadas

del primero, corriendo las limosnas más

notables de cuenta del Cabildo Catedral y

de un tributo 336.000 maravedís de principal

otorgado a favor de los niños por el

obispo Sánchez de Villanueva en 1647

(VIERA, 1978: 696). A esta última contribución

se unió la pensión anual de 105.600

maravedís situadas por el rey Carlos II sobre

las rentas de la Mesa Episcopal, convirtiéndose

en la única vía en ese momento

para mantener una cierta regularidad en

la ayuda a la alimentación y cría de los expósitos.

La razón de la dedicación de una sala

con cunas para recibir a los niños abandonados

se debió a los continuos riesgos y notorias

desgracias que susedían en los tiempos

antiguos con dichos inosentes, por hallarles

muchas veces en las puertas y portales pendientes

de los cerrojos, y aún en las mismas calles

muy de mañana, unos elados y otros medio

comidos de animales (SOSA, 1994: 72). Su

custodia estaba a cargo de los curas del Sagrario,

en turno de seis meses cada uno, recibiendo

a cambio una pequeña cantidad

monetaria extraídas de las mesas capitular

y episcopal, de la Fábrica de la iglesia y de

las limosnas entregadas el Viernes Santo. El

pago de los asistentes, médico y nodrizas,

muchas de ellas vecinas de las comarcas

cercanas a la ciudad, consumía los ingresos

de la entidad, la cual periódicamente debía

recurrir a las reducidas limosnas para intentar

sanear en parte su maltrecha economía.

En el hospital la carencia de unos ingresos

adecuados y regularizados tuvo su

efecto más inmediato en una plantilla de

asistentes, sangradores o médicos muy reducida,

cuyos míseros sueldos eran compensados

en parte con algunas contribuciones

extraordinarias recibidas en ciertos

momentos. El sueldo del médico, cuando

lo había en la ciudad, corría a cargo de los

fondos otorgados por el Cabildo Catedral,

el obispo de turno y el Ayuntamiento,

mientras el resto se gestionaba a través de

limosnas y aportaciones del vecindario. En

un intento de cubrir la necesidad de asistencia

directa al interno se creó en 1674 la

Hermandad del Refugio, conformada por

prebendados del Cabildo Catedral, miembros

del grupo de poder local y destacados

artesanos bajo el patronato de la máxima

institución eclesiástica colegiada. La razón

de su fundación obedece a las explicitadas

ya para entender las claves de la fundación

del hospital, es decir, intentar con sus acciones

fomentar una distensión social, ejercer

un sutil control sobre la masa urbana

menos favorecida por la distribución de la

renta, la búsqueda de un protagonismo social

o el deseo de reconocimiento del poder

y generosidad de los integrantes de la elitista

Hermandad por el resto del vecindario.

La misión encomendada a sus miembros

era la de visitar habitualmente a los

enfermos hospitalizados, además de contraer

la obligación dos de sus componentes

por estricto orden rotatorio de pedir limosnas

los sábados de cada semana por

los diversos barrios y calles del vecindario

48 Pedro C. Quintana Andrés

—incluso en las que la pobreza infligida

por los poderosos las hacía convertirse en

áreas de enfermedad, miseria y hambre—,

pues el hecho causa grande exemplo a los indebotos

y muchas mortificaciones a todos (SOSA,

1994: 73).

El citado edificio del hospital y cuna de

expósitos estaba ubicado en paralelo a la

iglesia del Sagrario y capillas situadas al

norte de la vieja Catedral. Entre la iglesia

del centro asistencial y el templo catedralicio

existía una calle o callejón, llamado popularmente

de San Martín, cuyo ancho debía

ser el suficiente para el paso de una carreta.

La vía se convirtió de inmediato en

una de las principales zonas de tránsito de

la urbe y de especial significado para el Cabildo

Catedral a la hora de la celebración

de las cuantiosas procesiones realizadas alrededor

del templo. Al este del edificio se

encontraba la plaza de los Álamos y la calle

de la Herrería, descendiente hacia el barranco;

al oeste el palacio y la huerta episcopales;

y al norte con la cilla eclesiástica y

las diversas viviendas de artesanos ubicadas

en torno a la plaza de la Herrería, emplazada

junto al cauce del Guiniguada. En

los alrededores tenían muchos artesanos

sus lugares de trabajo, especialmente, los

guanteros, confiteros, pasamaneros y albañiles,

además de pulular por sus calles vendederas,

arrieros o buhoneros. Las viviendas

cercanas al edificio eran en gran medida

terreras mientras las más destacadas

por sus dimensiones, alturas y valor pertenecían

al Cabildo Catedral, el cual las vendía

de forma habitual a censo perpetuo a

sus miembros, obteniendo de ellas una

sustanciosa renta, además de asegurar su

mantenimiento (QUINTANA, 1997c; QUINTANA,

2000 c).

El edificio del recinto hospitalario contaba

con dos grandes salas separadas entre

sí destinadas una a la atención de los hombres

y otra a las mujeres, más las habitaciones

del servicio, la cocina y el área de los

asistentes, además de una iglesia de regular

tamaño, una huerta y un camposanto

donde se enterraban a los pobres de solemnidad

y a parte de los enfermos, los

menos pudientes, recogidos en la institución.

A ella, como se ha mencionado más

arriba, se unía la sala dedicada a los expósitos

y sus cortas dependencias anexas. En

total la superficie del recinto debía comprender

unos 1.800-1.900 metros cuadrados,

formando un polígono irregular con

una máxima longitud situada en los 44,5

metros y una anchura que abarcaría en la

zona de la huerta los 58 metros, aunque de

término medio se situaba en los 31,5. El

área de cultivo de hortalizas y el camposanto

parecen haber abarcado un tercio de

dicha superficie, mientras la iglesia alcanzaría

hasta una quinta parte, es decir, entre

360-400 metros cuadrados. El resto, unos

800 metros sería el edificio asistencial y de

expósitos cuya superficie se duplicaría por

la estructura de dos pisos y área sobradada

que tenía, llegando a suponer unos

2.000 metros cuadrados de albergue que en

muchos períodos fueron claramente sobrepasados

ante el ímpetu de las epidemias

registradas en la ciudad.

Escasas noticias se poseen sobre la realización

de obras en el edificio, en su iglesia

y en las diversas dependencia anexas a

éste, salvo las contabilidades registradas

por las obras de trastejo, enlosado, mantenimiento

y renovación del conjunto hospitalario

efectuadas de forma periódica a lo

largo de su existencia, aunque, según los

datos registrados, parece que apenas si se

invirtió en la ampliación de las estancias y

en la adecuación del edificio a las necesidades

de los usuarios.

Sólo en el siglo XVIII el hospital y su

iglesia fueron objeto de especial atención

por los prebendados cabildalicios, pues la

cercanía de ambos edificios a la Catedral y

el deseo de los eclesiásticos de ampliar el

espacio catedralicio los conformaron como

el lugar más adecuado para la extender el

recinto sagrado de la Catedral hacia el norte,

ubicándose en él la futura iglesia del Sagrario.

La extensión de la parcela permitía

Grupos urbanos y asistencia social: el hospital de San Martín de Las Palmas en el seiscientos 49

su uso para el fin ideado, pero también para

modificar el en torno urbano en el lado

norte de la Catedral, tal como se haría al

mismo tiempo en su ala este. De esta manera,

los capitulares pretendieron con la

demolición del edificio e iglesia del centro

asistencial facilitar la construcción de la

Catedral y la propia reestructuración del

espacio urbano circunvecino mediante la

adecuación de las vías de circulación, de

las plazas y de la salubridad del conjunto,

alejando a enfermos y mendigos de una zona

de especial relevancia por su simbolismo

sociopolítico y residencial para los eclesiásticos

y el propio grupo de poder. El deseo

de delimitación del espacio de culto y

del destinado al hospital ya se especificaba

claramente en la actuación de los albaceas

del maestrescuela López de Tribaldos en

1530 —racioneros Pedro de Cervantes y

Juan Ruiz—, al solicitar se reflejara de forma

explícita la superficie donde iría edificada

la capilla entregada por el Cabildo a

dicha dignidad, por lo cual midieron el espacio

que había entre la pared de la capilla

y el hospital de San Martín, un total de

20 pies, con la intención de que la calle quedase

muy ancha e honrosa y a partir de allí se

abriesen los cimientos de dicha capilla para

que por la calle pueda ir una carreta e venir

otra. La diferencia y antagonismo entre

limosnas—presencia social de la obra hospitalaria

y de ostentación-afianzamiento

del grupo de la manda pía efectuada en el

recinto de la Catedral queda claro en este

ejemplo donde se intentan crear dos espacios

radicalmente separado, no sólo en el

aspecto físico sino también en su implicación

en la estructura jerárquica urbana de

Las Palmas.

En el quinientos el hospital sólo recibió

pequeñas contribuciones y donaciones para

su estricto funcionamiento, además de

las consabidas partidas efectuadas por el

Cabildo Catedral, el obispo y la realizada

por los propios enfermos. El avecindamiento

de un sector de comerciantes, protoburgueses

y de propietarios agrícolas en

la urbe coadyuvó al sostenimiento de los

gastos del hospital gracias a la periódica

presencia de limosneros por las calles de la

urbe y fuera de ella, aunque sin llegar a la

perseverancia de los enviados por el hospital

de lazarinos. Aportaciones destacadas

fueron las legadas por el maestrescuela

Juan Vivas cuando en 1559 impuso en la

iglesia del hospital una vigilia y una misa

cantada el día en la octava anterior o posterior

al día de San Martín por 8.000 maravedís

anuales con obligación de asistencia

de los curas del Sagrario de la Catedral; el

deán Zoilo Ramírez, el cual no sólo le dejaba

un total de 75.000 maravedís para gastos

de los enfermos, si se invertían en otras

cosas debía pasar la cantidad a la Fábrica

Catedral, sino también la renta necesaria —

750 maravedís— para que los curas y sacristanes

de la Catedral pasaran a la iglesia

del hospital a celebrar una vigilia y otro día

una misa con responso y oración para auxilio

espiritual de los enfermos; o el cura

del Sagrario de la Catedral, el licenciado

Pedro del Brolio, estableció en su testamento

se entregara a los enfermos del hospital

una fanega de trigo para alimento de

los residentes, además de registrarse otras

contribuciones en dinero y especies1.

A finales del siglo XVI la crisis de las

exportaciones azucareras, el reajuste de la

estructura económica que gravitó en el Archipiélago

desde finales de la llegada de

los castellanos, la cristalización de un nuevo

modelo de complementariedad económica

o la reestructuración de la jerarquización

regional fueron algunas de las causas

del resentimiento de las rentas del Cabildo

Catedral, lo cual repercutió en la disminución

de las contribuciones al hospital y en

la reducción de su personal al estricto para

la mínima asistencia a los enfermos. El

ataque pirático de Van der Does a la ciudad

de Las Palmas en 1599 no supuso un grave

deterioro del edificio, tal vez por temor

a entrar el contacto con enfermedades contagiosas

o por respetar a una entidad de

carácter benemérito aún para los propios

50 Pedro C. Quintana Andrés

extranjeros, aunque sí debieron producirse

desperfectos en el mobiliario y ornamentación

de su iglesia ante la iconoclastia neerlandesa.

En la relación enviada a Felipe III

por el obispo Martínez de Cenicero éste no

hace referencia a los daños sufridos por el

hospital, centrándose en los destrozos cometidos

en los conventos o en la propia

Catedral de la cual hace una detallada

enumeración de los actos vandálicos efectuados

en el interior de la iglesia (RUMEU,

1991; 1.072).

Esta relación queda justificada por la

contabilidad de los gastos registrado por la

destrucción de los edificios y mobiliario catedralicios

evaluados por el prelado en

unos 13.500 ducados aunque en éstos no se

incluían los registrados en San Martín, de

lo cual se deduce la posibilidad de que no

fuera afectado por la rapiña pirática, pues

no se menciona en ninguna de las fuentes

consultadas limosnas entregadas a dichas

entidad, por el contrario de lo acontecido

para la reconstrucción de conventos, ermitas

o la nueva edificación del hospital de

San Lázaro en la zona de la intramuralla

norte de Las Palmas.

Inmediatamente tras estos incidentes, el

hospital volvió a alcanzar relevancia con

los reiterados brotes de peste declarados en

el primer quinquenio del seiscientos, situación

agravada aún más por la recesión económica

registrada en la isla tras la incursión

holandesa y la crisis arrastrada desde

finales de la centuria anterior, cuyo reflejo

fue la reducción en las limosnas y contribuciones

de los prebendados del Cabildo

no sólo al hospital sino también a la misma

Fábrica Catedral que debió paralizar su

expansión ante la caída de los ingresos de

las rentas eclesiásticas. El miedo al contagio

alejó de sus tareas a muchos clérigos, a

asistentes del hospital o, por ejemplo, al

propio mayordomo de la Catedral en 1602.

Tras la primera fase de desconcierto, los capitulares

destinaron durante la época de la

peste diversas partidas a la entidad para el

acondicionamiento de salas, contratación

de asistentes y compra de alimentos para

los enfermos alojados e, incluso, ampliaron

las horas de dedicación de los curas del Sagrario

—hasta un total de tres contratados

hasta la primera década de la centuria—

dentro de las dependencias hospitalarias

para el socorro espiritual de los moribundos.

El Cabildo eclesiástico comienza el seiscientos

con la gran tarea de recuperar el esplendor

de su templo titular, reestructurar

sus rentas y mejorar la gestión de su patrimonio.

Pero, además de estos cometidos,

se vio en la obligación de contribuir con

una sustancial parte de sus capitales a favor

de la renta del subsidio y excusado demandada

con presteza por el rey, entregando,

al unísono, numerosas limosnas y

préstamos a diversas instituciones religiosas

o al Ayuntamiento de Gran Canaria

para la reconstrucción de las defensas de la

ciudad y de varios edificios cívicos. Estas

contribuciones a la reedificación de la ciudad

no impidieron a la Mesa Capitular

desarrollar una considerable movilización

de capitales dirigidos a la mejora y ornamentación

del templo y a la construcción

de diversas dependencias del Cabildo

(sacristías, sala capitular, sala de contaduría),

elevándose el total de dinero desembolsado

entre 1600-1650 a una cantidad superior

a los doce millones de maravedís,

aunque ésta debió ser más elevada ante los

vacíos documentales existentes para diversos

años. En todo caso, la misma intensidad

inversora no parece haber afectado al

hospital pues apenas si se mencionan pequeñas

cantidades destinadas a la mejora

del edificio o la ornamentación de su iglesia,

ciñéndose a meras limosnas otorgadas

por el Cabildo ante la presión de acontecimientos

como hambrunas generalizadas,

epidemias o el arribo de una notable masa

de población de las áreas agrícolas circunvecinas

o de las islas de Lanzarote y Fuerteventura.

El incremento de las partidas obtenidas

por la Mesa Capitular y Episcopal gracias

Grupos urbanos y asistencia social: el hospital de San Martín de Las Palmas en el seiscientos 51

a aumento de los dividendos generados

por los remates de las rentas eclesiásticas

desde el segundo tercio del seiscientos no

tuvo su reflejo en la mejora de la dotación

anual de la institución asistencial. Ésta continuó

en contribuciones de escasa cuantía,

cada vez eran más escasas para el mantenimiento

de los enfermos y, por el contrario,

con mayor participación en este fondo

de las partidas destinadas al cuidado de los

expósitos. Es decir, el hospital-hospicio

mantuvo su papel asistencial pero también

marginal dentro de la obra pía efectuada

por los prebendados, limitándose a dar las

cantidades necesarias para abonar sueldos

y controlar en el recinto a los enfermos, impidiéndoles

propagar sus enfermedades en

la urbe o mostrar sus achaques en una parte

de la ciudad cada vez más elitizada social

y económicamente. Dicha dinámica se

mantendrá hasta finales del seiscientos,

destinándose la frenética actividad de los

miembros del Cabildo hacia el remozamiento

y construcción de múltiples dependencias

situadas en torno a la Catedral y de

su propia sede capitular. La citada bonanza

económica, gracias al acrecentamiento

en el volumen de sus rentas, le posibilitó

afrontar estas nuevas obras (sacristía, sala

de contaduría, almacenes), disponer de un

considerable volumen de maravedís para

la compra de ornamentos o el aumento de

la solemnidad del culto en sus principales

manifestaciones (misas, fiestas del Corpus,

procesiones, número de ministros), pero

sin mayores aportaciones al hospital salvo

algunas pequeñas cantidades otorgadas a

perpetuidad por vecinos de la ciudad. A fines

del siglo XVII la drástica caída de las

rentas hospitalarias, la falta de medios para

atender a los enfermos y la necesidad de

contratar a médicos para su atención llevaron

al canónigo Pedro Machado, mayordomo

de la entidad, a presentar un memorial

en septiembre de 1696 ante sus compañeros

de Cabildo en el que explicaba,

entre otros aspectos, lo imperativo de algunas

contribuciones inmediatas por ser

grabísimas las necesidades que en él se padece

y ser mucha su pobresa, acordando los prebendados

se le otorgara a centro un total

de 48.000 maravedís anuales perpetuos a

entregar en la fecha de dicho acuerdo2.

LA HERMANDAD DEL REFUGIO Y EL

HOSPITAL DE SAN MARTÍN

La disminución de las rentas del hospital,

la creación del hospicio de expósitos

con el correspondiente aumento de gastos

y el creciente número de enfermos y pobres

concurrentes desbordó las provisiones del

Cabildo Catedral, especialmente a fines del

seiscientos cuando la crisis de sus ingresos

y la diversificación de sus inversiones le

hacían difícil socorrer a la entidad con la

contratación de más personal. En estas circunstancias

y con el interés de implicar a

los sectores del poder de la ciudad y al

Ayuntamiento en el sostenimiento de tal

importante auxilio, los prebendados decidieron

el 22 de noviembre de 1669 fundar

una hermandad de asistencia a los pobres

y enfermos del hospital llamada del Refugio,

a ejemplo de otras existentes en diversas

ciudades de la Península. Ese mismo

día, se mandó dar noticia de todo ello al

Ayuntamiento insular a través del secretario

del Capítulo, el racionero Puertas, y el

racionero Ferrer, oponiéndose a la participación

de los regidores en la nueva asociación

pía el canónigo Albiturría en una reunión

celebrada una semana después de tomarse

la decisión, al alegar no haber más

hermandad que la que tiene el Cavildo en su

yglesia3.

La positiva respuesta de los regidores y

otros miembros del grupo de poder local

significaron la cristalización de la nueva

institución, admitiéndose por los prebendados

en febrero de 1674 no sólo la creación

y sede de la Hermandad en el hospital

de San Martín sino que se señalaban un

total de 48.000 maravedís de renta anual

impuesta sobre los hacinamientos generales

a favor de dicha entidad de forma vi-

52 Pedro C. Quintana Andrés

talicia4. La reunión de fundación de la Hermandad

se realizó el sábado 10 de marzo

de 1674 con la asistencia de prebendados,

varios regidores y otros miembros destacados

de la vecindad estableciéndose en

ella una normativa general en la que entre

los miembros debían ser elegidos de forma

rotatoria dos semaneros cuya misión fundamental

sería la de atender a los enfermos,

anotar en el libro las entradas y salidas

de los hospitalizados, sus nombres,

sexo, estado civil o bienes muebles traídos

por los ingresados, además de otros datos

de carácter cualitativo que van desapareciendo

de los registros en el transcurso del

tiempo. A cargo de los semaneros, como se

ha apuntado, estaba la recaudación de limosnas

tanto de las recogidas en la iglesia

o el hospital como de las tomadas en los

recorridos realizados por los barrios de la

ciudad por los hermanos los sábados por

la mañana5.

Los integrantes de la Hermandad pertenecían

a los sectores más selectos de la

sociedad palmense del momento —incluidos

algunos destacados mercaderes o artesanos—

aunque su inicial celo por realizar

las tareas encomendadas, llevar con

cierta corrección el libro de inscripciones y

desempeñar su tarea semanal parece haberse

diluido a los pocos años de la fundación

de la institución, especialmente a

partir de 1680. En el primer año de funcionamiento

la normativa impuesta en los

estatutos iniciales se fue relajando dando

paso a dilatados períodos donde sólo era

uno de los hermanos el encargado de gestionar

el hospital, en muchos casos se trataban

de vecinos relacionados con el artesanado,

funciones de administración en el

Cabildo Catedral o mercaderes, siendo escasas

las rotaciones y la participación en

ella de los prebendados. Del mismo modo,

el descuido en las anotaciones de los libros

casi fue un hecho común desde 1675, acusándose

con especial intensidad desde

1680 en adelante con una clara caída en la

concurrencia de los enfermos mientras que

de los registrados en algunos casos no se

anotó su entrada o su salida por cura o

muerte, siendo uno de los múltiples ejemplos

el de las altas de Magdalena Díaz y

Domingo Rodríguez que salieron curados

el 15 de enero de 1679 aunque, según los

semaneros, no estaban asentados o el de

Cristóbal de León, recibido por el mayordomo

el 2 de julio de 1676 al no estar los

semaneros para efectuar los trámites de

admisión habituales6.

A fines de la centuria la Hermandad casi

estaba inoperante pues la problemática

de representación y preeminencia surgida

entre las instituciones, las necesidades económicas,

la desidia de muchos de sus componentes,

la carencia de una proyección

social de la entidad en su deseo de crear

una agrupación elitista o las transformaciones

experimentadas por la sociedad y

los prebendados a comienzos del setecientos

fueron factores suficientes para impedir

el adecuado desarrollo de la entidad y que

prosiguiera su labor social.

ENFERMOS, ASISTENCIA Y CURA

El número de hospitalizados en San

Martín durante el seiscientos debió superar

las 8.000 personas de todas las edades,

en su mayoría integrantes de las capas populares

urbanas y campesinas aunque de

la mayoría de ellos se desconoce todo, salvo

para un pequeño grupo de internos registrados

en el libro de la Hermandad del

Refugio comprendido entre los citados

años de 1674 y 1689, al no registrarse la

existencia de otras fuentes o libros de dicha

entidad durante este período que permitiera

acercarnos a una contabilidad más

real de los asilados. El citado libro de registro

muestra una serie de lagunas para la

década de los ochenta que hace aún más

difícil la extracción de conclusiones de

cierto peso específico sobre los acogidos,

aunque sí ayuda a comprender parte de la

dinámica de estos sectores de población

asistida.

Grupos urbanos y asistencia social: el hospital de San Martín de Las Palmas en el seiscientos 53

En general, los ingresos responden a

una media situada en torno a los 80 enfermos

en los primeros años con contabilidades

completas, donde el porcentaje de

hombres sobre el de mujeres tiene un ligero

predominio, el 55,1%. En escasos registros

se hace referencia al número total de

enfermos auxiliados en el hospital en esa

fecha siendo uno de ellos el de 29 de julio

de 1679 cuando en la sala de hombres se localizaban

un total de siete enfermos, entre

los que destacaban Juan Tiburcio, natural

de Pamplona, Salvador Afonso, natural de

La Laguna, Cristóbal Alonso de Tegueste o

Juan Rodríguez vecino del barrio de Triana

de Las Palmas. En la sala de mujeres se

encontraban tres siendo una de ellas soltera

—Lucía Rodríguez vecina de Bañaderos—

y dos viudas, Ana Rodríguez de

Guía y María de la O Viña. La capacidad

económica, asistencial y de alojamiento del

hospital no debió permitir superar estas cifras

medias salvo en las épocas de hambrunas

o epidemias, cuando debían recibir

aportaciones extras de las instituciones urbanas

para afrontar sus gastos. Las entradas

de enfermo crecía en los meses de diciembre

y enero cuando se concentraba el

24% del total de los ingresos —13% para el

primer mes y 11% en el segundo— aumentando

también en junio, en coincidencia

con las labores de cultivo y el fin de la

demanda de mano de obra, mientras los

meses de menor relevancia en los ingresos

fueron los relacionados con la primavera,

el verano y comienzos del otoño, los más

benignos en las islas especialmente para

una población pobre o con niveles económicos

de subsistencia.

La enfermedad o razón de ingreso queda

reflejada en escasos ejemplos recogidos,

en su mayoría durante los dos primeros

años de funcionamiento de la institución,

siendo muy variada la tipología de la patología

de los asilados pues unas eran de

carácter físico —impedimentos de pies/manos,

ciática—, infecciosas —calenturas, viruela,

tisis—, circulatorias —desmayos,

54 Pedro C. Quintana Andrés

1674 28 38 26 16 47 3

1675 43 44 32 20 45 22

1676 59 40 27 27 45 27

1677 37 28 40 12 10 43

1678 18 21 29 12 18 10

1679 27 23 69 9 19 22

1680 14 9 — 9 8 6

1681 6 3 — 6 — 3

1682 7 — — 3 4 —

1683 34 11 5 18 6 21

1684 1 1 — 2 — —

1685/86 — — — — — —

1687 9 7 — 1 — 15

1688 2 5 — 1 — 6

1689 4 5 — 1 — 8

Total 289 235 137 202 186

Fuente: A.C.C.D.C. Libro de la Hermandad del Refugio del Hospital de San Martín. 1674-1689.

Nota: Elaboración propia.

Volumen de enfermos, tiempo medio de ingreso y resultado final de su estancia

Número de enfermos Tiempo medio de estancia Falleció Salió No consta

Hombres Mujeres (Días)

trombosis, llagas—, o mentales. En marzo

de 1674 ingresaba María, esclava negra de

las Peraltas, conocida como Atienta gallinas,

la cual estaba baldada de pies y manos; como

impedida se encontraba Melchora de Torres,

pobre de solemnidad, baldada la lengua

y un lado de la pierna afectada por una posible

trombosis, aunque de ambas no quedan

referencias a si mejoraron o fallecieron

por sus achaques. María de Acevedo fue

ingresada por enfermedad del selebro en marzo

de 1674, saliendo a los diecinueve días

buena sin riesgo, según el médico; Bartolomé

Díaz, pobre, estuvo ingresado cinco días

por sobrebenirle mal de siática o varios enfermos,

como Juan del Rosario o Sebastián

Tabordo, fueron recogidos por las llagas

que cubrían parte de sus cuerpos. Patologías

de mayor gravedad fueron las presentadas

por Francisco Pérez, pobre y viejo, a

causa de darle en casa de Pablo Méndez,

donde se alojaba, un achaque que le quitó el

habla de lo cual murió al día siguiente; Sebastián

Pérez, alguacil real, salió a las dos

semanas de su ingreso a causa de una grave

tuberculosis, enviándosele con su achaque

de ético a curarse a su cassa en julio de

1678; o Francisco Izquierdo, huérfano, afectado

por la viruela, del cual no se dio noticia

sobre su cura o muerte. Finalmente,

hay un grupo de dictámenes médicos incalificables

como el de Dominga Marcial con

desmayo profundo, fallecida tras confesar y

recibir los óleos, tal como sucedió con Manuel

Clavijo en mayo de 1674; Alonso Patata,

pobre, se halló caído en la calle, al igual

que Juana de León, llamada La India, la

cual se halló enferma en la calle vestida de harapos

y una enaguilla vieja, muriendo la

víspera de Navidad7.

Los enfermos ingresaban en el hospital

por sus propios medios o traídos por familiares,

vecinos o transeúntes, siendo en algunos

casos efectuado el asilamiento tras

mandato expreso del cirujano, como el realizado

con Pedro Ortiz, negro casado con

Dominga del Rosario esclava de Sebastián

Francisco, vecino de Fuerteventura, en abril

de 1675; el de María Marrero, mujer de Pablo

de León, alojada tras permiso de Sebastián

de Loreto, cirujano, en 1676, falleciendo

a la semana de su ingreso; o el de Francisco

Palenzuela, inscrito con cédula del médico, cubierto

por su pobreza con un raído vestido

y un capote de caza. En cambio, en otras

ocasiones el médico y el cirujano se negaban

a admitir a pacientes sanos aunque pobres,

ejemplificándose en Mateo González, mozo

soltero vecino de La Orotava, ingresado el 6

de enero, pues la nesesidad lo truxo al hospital

y la caridad movió a resivirlo sin pareser del

señor doctor, muriendo setenta días después

de su inscripción. Sólo en cuatro casos se

mencionan discapacidades físicas en los ingresados

independientes de la propia enfermedad

de tratamiento, caso de la ceguera y

la mudez. En el primero se encontraban Antonio

Gómez, el Ciego, y Juan Núñez, ambos

salieron del hospital al poco tiempo de su

ingreso, y en el segundo el llamado Mudo de

Lugarejo y Francisco Rodríguez, el Mudo de

San Lorenzo.

Grupos urbanos y asistencia social: el hospital de San Martín de Las Palmas en el seiscientos 55

La edad media de los inscritos es difícil

de precisar ante la ausencia de registros

continuados en las fuentes aunque, según

los estudiados, se comprueba una gran

amplitud de ingresos de niños/as de edades

imprecisas, otros comprendidas entre

los 7-11 años o adultos cuya edad máxima

eran los 50 años, aunque algunos debieron

tener edades muy avanzadas. En agosto de

1674 se registró a Luis, hijo de Cristóbal de

León y Ana de Cortés, fallecido a la semana

de su llegada; Ana Clavijo fue registrada

como niña; Salvador era un niño huérfano,

aunque, pese a su condición, vestía

un jubón, calzón, camisa y un sombrero,

además de que pudo salir del hospital tras

más de tres semana de estancia. Catalina

de la Adaga tenía 7-8 años el día de su ingreso;

Pedro González, natural del Hierro

contaba 11 años; Clara Hernández, huérfana

y vecina de La Laguna, era de 35 años,

muriendo al poco tiempo de su ingreso, o

Juana Pérez, vecina de Las Palmas, fallecía

a los 31 años. Sólo del 2,0% de los hospitalizados

se conoce su edad exacta mientras

el 1,1% eran niños/as y un porcentaje muy

parecido eran ancianos. Si se atiende a la

condición civil como indicativo de edad

adulta el 15,4% restante eran solteros/as —

el 58,2% de éstos eran hombre—, el 25,5%

eran casados —el 50,7% hombres— el 7,0%

eran viudos —el 64,8% mujeres—, mientras

que del 51,1% se desconoce su condición

civil y edad aunque en una gran mayoría

parecen haber integrado el grupo de adultos.

Los oficios y labores desempeñados por

los ingresados fueron diversos, aunque no

se hacen referencias exhaustivas en la mayoría

de los casos. Por ejemplo, el primer

inscrito por la Hermandad fue el pregonero

público Pablo de León, ingresado por

mal de humor; Juan de Barrios como Francisco

Moreno, era soldado de presidio;

Juan de Almeida, ingresado en octubre de

1679, desempeñaba el de camellero; Juan

de Mendoza y Pedro Manuel zapateros; Facundo,

vecino de Las Palmas, aserrador;

56 Pedro C. Quintana Andrés

Número y sexo de ingresados por años (1674-1689)

Gregorio Hernández, mareante y vecino de

Guía; o Manuel Curbelo, fue mozo del hospital,

falleciendo al día siguiente de su ingreso.

En otros casos, la actividad de los internos

se presupone por su origen, como

Jácomo Rodríguez, genovés, que podría realizar

actividades mercantiles, o Cornelio

Jacob, flamenco, posiblemente marinero, el

cual sólo poseía el día de su ingreso, el 8

de septiembre de 1677, la ropa que tenía encima.

En algunos casos, se localiza el registro

de esclavos enfermos, la mayoría transeúntes,

como Antonio Cordel, mulato, esclavo

del presbítero Antonio Cordel, vecino

de Madeira, cuyo amo pagó los gastos ocasionados

por el enfermo en su estancia en

el hospital, aunque nada se pudo hacer para

evitar su fallecimiento8. También se registran

esclavos vecinos de las islas como

la citada Atienta gallinas o Juana, esclava de

Francisca Peralta. Pero una amplia fracción

de los ingresados alegaba ser pobre en diverso

grado y condición —mendicante, solemne,

vagabundo, por necesidad—, especialmente

si éstos eran libertos o estaban

casados/as con esclavo/a pues unían a sus

limitados ingresos la propia marginación

social otorgada por su piel y baja procedencia.

Entre ellos estaba Lucas Camillas,

negro libre, fallecido en la pobreza y enterrado

de limosna en el hospital; Isabel, esclava

que fue de Baltasar Rodríguez en

Lanzarote, la cual a la hora de su muerte

—octubre de 1674— no poseía nada, al

igual que María, negra liberada; tampoco

parece haber detentado bienes Donina, morena,

la cual servía a licenciado Martín Manuel

Palomeque; Diego Moreno, antiguo

esclavo de Francisco de Torres, cuya indigencia

llevó a enterrarlo en el camposanto

de la institución; o María Sánchez, mujer

de Diego de Morales esclavo de Marcos

Hernández de la Vega, fallecida en agosto

de 1676.

La indigencia, como se apuntó, fue una

nota dominante entre los enfermos, eludiéndola

sólo un limitado número de ellos

si se atienden a sus oficios y ajuares, teniendo

especial incidencia entre las viudas

y las mujeres con maridos ausentes, aunque

en algunos casos, como el de Ana María,

hija de padres no conocidos, traída desde

la Península a la isla por doña Ana mujer

de Miguel Yoldi maestro de capilla de

la Catedral, parece haberse logrado conjurar

el destino habitual de este tipo de grupo

social. Sebastián Martínez declaraba

cuando ingresó —febrero de 1675— ser sumamente

pobre, al igual que Cristóbal Jiménez,

vecino de Las Palmas, como el citado

Francisco Pérez —con dos condiciones de

riesgo de muerte para la época, pobre y

viejo— o María Hernández, cuyas carencias

llevó a ejercitar con ella la caridad que se

pudo.

El número de registros donde se especifica

la pobreza de los ingresados se eleva

al 15,0% de los entrados aunque, como se

apuntó, debió ser un porcentaje mayor

pues, como María Jiménez, portuguesa,

muchos enfermos, pese a no citarse explícitamente

su pobreza, sólo traían la ropa

que les cubría, casi siempre harapos, o ésta

era mala ropa, como era la de Juan de Toledo,

vecino de Fuerteventura residente en

1676, o, caso de María de la Encarnación en

septiembre de dicho año, no trajo nada que

sirva. La extracción popular de algunos de

los enfermos queda reconocida en los alias

Grupos urbanos y asistencia social: el hospital de San Martín de Las Palmas en el seiscientos 57

Distribución de los ingresos por meses

(1674-1689)

o apodos apuntados a la hora de su inscripción

como los citados Mudo de Lugarejo

y Atienta gallinas, a los que se suman otros

como Francisco Martín, alguacil de la iglesia

de La Vega, llamado Jonás, fallecido el

mismo día de su ingreso; Ana de los Santos,

La Clavellina mujer de Juan Clavellina,

negro, la cual recibió los santos sacramentos

en el hospital en abril de 1674; Ana

González, La Ratona; Juana de León, viuda,

La India; Catalina La Gallega; o Sebastián

González, el Greco. La humildad económica

de gran parte de los fallecidos supuso su

enterramiento de limosna en la propia iglesia

del hospital, como Melchora de los Reyes,

cuyo marido estaba ausente muchos

años de la isla, recibiendo sepultura allí

por una limosna de 480 maravedís entregada

por Diego Ortiz, o en el camposanto

adjunto al edificio donde encontró su última

morada la citada Ana de los Santos, La

Clavellina, o Bartolomé Díaz, vecino de Tenoya,

cuyos únicos bienes, sus ropas, se entregaron

a su mujer María Mederos.

La estancia media de los enfermos en

el hospital osciló a lo largo del período

estudiado, aumentando de forma considerable

a lo largo de los años, pues si en

1674 el promedio fue de 26 días, ya en

1677 alcanzó los 40 para en 1679, con una

cifra de datos reducidas, llegar a 69 días

por enfermo. Inés Pérez, viuda y vecina

de Tenerife, estuvo convaleciente durante

220 días o María Trujillo fue hospitalizada

durante 160 días en 1674, aunque esto

no impidió su fallecimiento, siendo el caso

más notable de permanencia el de Melchora

de Torres, mulata venida de Indias

a través de la Península, que está en este

hospital desde antes que se fundara esta Hermandad,

la cual a su muerte, en enero de

1678, contabilizaba más de 1.400 días de

interna en la institución aunque seguramente

debió realizar labores de ayuda

durante su estancia en la entidad. Otros

fallecieron el mismo día de su entrada o

al siguiente como Francisco Pérez en enero

de 1677, el citado Francisco Martín, Jonás,

el joven Salvador Alonso o Juan de

Riverol, que entró y murió. En total, el

26,1% de los ingresados fallecieron durante

el período estudiado aunque la carencia

de datos impide un adecuado acercamiento

a estas cifras, al ser elevado el

porcentaje del grupo donde no consta si

el enfermo se curó o no. Dentro de esta cifra

no entran los internos dados de alta y

fallecidos con posterioridad en sus lugares

de origen como María de la Encarnación

muerta en Guía, Catalina Rodríguez,

vecina de Tenerife, dada de alta y muerta

en casa de su hija Lucía Rodríguez, al

igual que María González, vecina de Tenoya,

antigua esclava de Cristóbal Suárez

fallecida en Guía al poco tiempo, mientras

Catalina de Aday, sin bienes, fue llevada

a su casa por su enfermedad incurable.

Pocos pacientes, quizá porque muchos

eran transeúntes, volvieron a ser

internados por recaídas en el hospital en

el transcurso del período analizado, caso

de Bartolomé Guerra, vecino de La Orotava,

readmitido en 1675; Miguel Hernández

registrado en junio y diciembre de

1675; Andrea de Morales, vecina de Fuerteventura,

residente durante veinte días

en julio de 1676 y readmitida en agosto al

recrudecerse su enfermedad; La Clavellina

58 Pedro C. Quintana Andrés

Evolución de los ingresados en

el hospital (1674-1689)

recibida en 1674 y 1675; o Luis de Bohorquez,

mozo soltero, salió y volvió a recibírsele

en abril, falleciendo al mes siguiente

de su última inscripción.

La atención y estancia de los enfermos,

previo permiso del médico, era gratuita

gracias a las contribuciones de las instituciones

urbanas, aunque varios asilados vieron

abonados de forma particular sus gastos

por sus amos, en el caso de esclavos como

el citado Cordel, por sus patronos o por

una persona caritativa. En 1675, a Juan

Hernández, vecino de Telde, le subtenta y

cura de su quenta sus señoría ilustrísima el señor

Obispo, María Tejero o María Ramos

fueron atendidas también por encargo del

prelado, uniéndose a éstos excepciones como

la de Petronila Ramos que, aunque salió

de la institución, la está sustentando este

hospital.

El origen geográfico de los ingresados

es variado, como era habitual en los hospitales

de las ciudades con cierto desarrollo

económico y comercial, aunque las carencias

en los registros impide un acercamiento

significativo a este parámetro tan

importante.

Grupos urbanos y asistencia social: el hospital de San Martín de Las Palmas en el seiscientos 59

Estado civil y edad de los ingresados

(1674-1689)

Fuerteventura• 27 5,1 Las Palmas 98 18,7

Gran Canaria 67 12,7 La Laguna 21 4,0

La Gomera 5 0,9 La Vega 26 4,9

El Hierro 6 1,1 La Orotava 13 2,4

Lanzarote + 14 2,6 Guía 16 3,0

La Palma ◊ 17 3,2 Génova 1 0,1

Tenerife* 62 11,8 Flandes 1 0,1

Madeira 5 0,9 Ávila 3 0,5

Portugal 10 1,9 Sevilla 2 0,3

Península 3 0,5 Cádiz 1 0,1

La Habana 1 0,1 Nuevo Reino de Granada 1 0,1

Azores 1 0,1 No consta 123 23,4

• Un vecino procede de Betancuria.

Los ingresados son de Agaete, Arucas, Bañaderos, Barranco de Azuaje, Los Dragos, Firgas, Gáldar,

Jinámar, Lairaga, Lugarejo, Moya, El Palmar, Puerto de las Galgas, Tamaraceite, Telde, Tenoya, Temisas

y Tirajana.

◊ Un vecino es de Santa Cruz de la Palma

+ Se incluye una vecina de Yuco.

* Se incluyen vecinos de Buenavista, Chasna, La Esperanza, Garachico, Güímar, Icod, Puerto de la

Orotava, Realejo de Arriba, Santa Cruz de Tenerife, Santa Úrsula, Los Silos, Tacoronte, Tegueste y

La Victoria.

Vecindad de los ingresados en el Hospital de San Martín entre 1674-1689

Lugar Enfermos % Lugar Enfermos %

Las Palmas y la isla de Gran Canaria se

convirtieron en los lugares de origen de un

elevado porcentaje de población en la que

se debería diferenciar entre los pobres y vagabundos

registrados en la urbe de los

campesinos o vecinos del medio rural de

diversa condición económica, llegados a la

ciudad en busca de curación a sus males o

donde enfermaron. En cambio, el volumen

de los inscritos como pobres se multiplica

entre los vecinos de Las Palmas, los extranjeros

o los de origen peninsular como

Juan de la Encarnación, sevillano, declarado

pobre, o Francisco García de Osma, vecino

de Ávila, de idéntica condición. Los

ingresados de origen extranjero se centralizan

por número en torno a los portugueses

como Juan de Silva, vecino de la isla de

San Miguel, que en 1687 mendigaba por la

ciudad, al contrario de otros como el matrimonio

formado por María Silva y Juan

de Olivar, maiderenses asilados ambos con

una diferencia de seis días, que disfrutaba

de unos cortos bienes lo mismo que Ignacio

de Francia, propietario de un notable

vestuario.

Del resto del Archipiélago sobresalen

los vecinos de Tenerife arribados a Las Palmas

por razones de intercambios comerciales,

traslados en busca de trabajo o por

matrimonio, registrándose diversas condiciones

económicas en los inscritos, aunque

de algunos como Juana, fallecida en agosto

de 1677, sólo se sabía que era viuda,

además de decirse que era de Tenerife. Sobresalen

el número de vecinos procedentes

de La Laguna y La Orotava llegados a Las

Palmas para realizar tareas artesanales,

servir como asistentes o criados de los

múltiples clérigos tinerfeños asentados en

la urbe desempeñando cargos de diversos

grados en el Cabildo Catedral o para desarrollar

labores relacionadas con el comercio

como Eugenio González, mozo vecino

de La Orotava, curado en 1675, aunque

también se registran pobres como Juan

Ramos, que sólo tenía unos harapos a la

hora de su ingreso en 1683, Francisca de la

Peña, del barrio orotavense de San Sebastián,

mujer libre con sólo sus vestidos —

saya, enaguas y camisa— cuya venta dieron

para once misas o Inés Rodríguez, casada

y vecina del barrio de San Juan en El

Farrobo ingresada en junio de 1683. El otro

grupo destacado son los habitantes de

Fuerteventura y Lanzarote residentes en

Gran Canaria a causa de las reiteradas crisis

de subsistencia registradas en ambas islas,

y a la búsqueda de un trabajo digno,

citándose en pocos ejemplos su situación

de pobreza o mendicidad, aunque en algunos

casos debió registrarse cierta precariedad

en los ingresados como María

Cabrera, vecina de Yuco, casada pero no sabemos

el nombre de su marido para comunicarle

la muerte de la mujer acontecida en

junio de 1680.

Uno de los aspectos más interesantes

del registro consultado es el de los bienes

muebles que acompañaron a los enfermos

en su ingreso en el hospital reflejado en el

47,5% de las inscripciones del libro de la

Hermandad. De éstos el 59,4% sólo entraron

portando sus vestidos y algunas ropas;

el 19,6% lo hicieron con vestidos, ropas de

cama y con ésta para acostarse en su sala

de permanencia; el 7,8% entró sin ningún

tipo de bienes o éstos eran muy precarios;

mientras en el 2,0% restante se menciona

sólo la entrada del ajuar de cama. Las ropas

más comunes fueron las camisas —se

citan en el 31,7% de los registros—, las enaguas,

hasta cuatro, en el 25%, los zapatos,

capas, sayas y en el hombre el sombrero.

Una de las vestimentas más completas fue

la de Francisco García de Osma compuesta

de una capa de bayeta, una casaca, un

calzón de picotillo imperial, un sombrero,

una valona, una camisa y calzón blanco, un

paño blanco, además de traer un plato y

una escudilla; o el citado Antonio Cordel

portaba una casaca y calzones de bayeta,

una capa, un sombrero, una camisa, un par

de medias viejas de lana y unos zapatos.

En las ropas de cama casi siempre se

menciona la presencia de uno o dos col-

60 Pedro C. Quintana Andrés

chones —61,9%—, de sábanas, entre una y

tres —61,9%— y almohadas, una o dos, —

el 40,8%— mientras el resto generaliza sobre

este aspecto, como Lázaro de Soberanis

y Gabriel López, ingresados en mayo

de 1677, ambos sin ropa aunque cada uno

con un colchón, algunas sábanas y un cobertor

viejo, mientras Gregoria de Santa

Ana traía una cama de tablas y la ropa necesaria

para su estancia. En octubre de

1678 Juan Luis Saavedra, vecino de Fuerteventura,

entraba portando una capa,

unos calzones de carisea, otra capa de cordoncillo,

un jubón de paño colorado, un

par de zapatos y sus medias; Luisa Jerónima

traía al hospital dos camisas, unas enaguas

blancas y otras se sempiterna verde,

medias, zapatos, saya, manto y una toca; o

los vestidos portados por el matrimonio

formado por Bartolomé Díaz y María Mateo,

vecinos de Tenoya, —entre otros unos

calzones, ropilla de bayeta, jubón o un

manto de anascote— fueron guardados en

la ropería del hospital hasta las salida de

ambos.

En el otro extremo estaban enfermos

como Fernando Antonio, vecino de Sevilla,

portador de unos calzoncillos y una

camisa vieja; María de Morales se cubría

con una mantellina, además de calzar

unas enaguas coloradas; María Lorenzo,

vecina de La Vega, que no trajo más ropa que

la pobre que traía ensima; Juan de Noda, vecino

de la Victoria, no trajo más ropa que

unos trapos que traía bestidos; y, como último

ejemplo, Beatriz Pastrana, vecina de

Las Palmas, pobre mundigante acostada en

su cama de tablas y bancos, un colchón,

con una almohada, cobertor y una sábana

muy rota que se le remendó, además de una

camisa, un manto y una saya convertidas

en harapos. En los ingresos más inesperados

los familiares llevaban la ropa con

posterioridad para el uso del enfermo, tal

como se refleja en el registro de 1675 de

María de la Concepción, de 50 años y vecina

de Fuerteventura, cuyo marido, Juan

Cabrera, le llevó la ropa después de admitida,

a Juan Perdomo, pobre, le dio la

ropa su hijo y nuera o, al contrario, pues

Fernando Izquierdo, vecino de Betancuria,

le entregó su ropa a su mujer al entrar al

hospital.

Por el volumen y calidad de su ajuar

destacaron los vecinos de Las Palmas ya

que la cercanía a sus viviendas les permitía

llevar parte de su mobiliario al hospital

para pasar más confortablemente la estancia.

María de Acevedo, no sólo llevó sus ropas

sino también un colchón viejo, dos sábanas,

una colcha, un rodapié, dos almohadas,

más dos bancos y cinco tablas para

su cama; María de San Juan Perera trasladó

su cama, con un cobertor colorado, sus

ropas —con cuatro enaguas— y una bacinilla;

Antonio Martín, pobre mendicante,

llevó su cama completa, el total de su vestuario

y su muleta; o Bernardina de Quintana,

en su deseo de comodidad, se instaló

con un arca de Indias, un baúl, dos sillas

usadas con asientos negros, una cama completa

con dos almohadas y un cobertor colorado

y 9 o 10 cuadritos genoveses.

Una sustancial parte de estas ropas y

bienes fueron traspasados inmediatamente

tras la muerte de sus propietarios para el

pago de funerales, entierros y misas. En

noviembre de 1678, después de morir Juan

Luis, vecino de Tenerife, se vendieron sus

zapatos y vestidos para ayudar a su inhu-

Grupos urbanos y asistencia social: el hospital de San Martín de Las Palmas en el seiscientos 61

Origen geográfico de los ingresados

en el hospital (1674-1689)

mación; la ropa de Juan de Olivar, portugués,

—vestido de carisea, capa de bayeta,

un sombrero y medias blanca— dieron para

pagar siete misas rezadas; los vestidos

de María de Ulloa, varios de ellos nuevos

caso de un manto, una saya, enaguas de albornoz

y una beca, se consumieron en misas;

de Catalina, mulata, sólo se pudieron

vender las enaguas, dando para un misa

por su alma; la ropa de María de Mújica se

vendió por 816 maravedís, salvo su ropa y

manto con las que se le amortajó; la de María

del Rosario dio para hacerle seis misas;

mientras Domingo Farías vio traspasadas

sus alforjas a favor de Juan Pérez y Pedro

Sagaste por 192 maravedís, su capa negra

en 144 maravedís a favor del citado Juan

Pérez, además de adquirir éste las calcetas,

el sombrero y la ropilla del difunto. Casos

excepcionales fueron el de Juan de Almeida,

mendicante, cuyos vestidos no se enajenaron,

dándosele a su hijo por ser pobre, y

el de Juan Clavellina, a cuya mujer se le devolvieron

los calzones y medias del difunto.

En todo caso, los semaneros tenían obligación

de salir a pedir por la ciudad para

realizar sufragios por el alma de los finados

—salvo para el sepelio de Juana Pérez,

que no se pidió por ser tarde—, con recaudaciones

de limosnas situadas desde los 192

maravedís hasta los 1.260 maravedís, recogidos

tras la muerte de Ana González, natural

de La Laguna, destinados a misas,

siendo la media de las limosnas obtenidas

los 610 maravedís. El dinero se destinaba a

misas, como las 10 celebradas por Martín

Gallardo, a gasto de cera ejemplificándose

en el funeral del niño Luis en agosto de

1674, los 192 maravedís destinados a las

velas de Francisco Martín, o los 576 recaudados

tras la muerte de Catalina de la Adaga,

enterrada en la iglesia del hospital, para

cantarle una misa con vigilia y otra rezada

con su responso.

La muerte de Juan de Barrios, soldado

de presidio, llevó a los semaneros de la

Hermandad —don Jerónimo López y Antonio

Díaz— a pedir una limosna a favor

del alma del difunto por las calles de la ciudad

logrando dinero para celebrar cuatro

misas rezadas, 48 maravedís para un responso,

96 para otros dos sobre la sepultura,

240 para la compra de cinco velas y 144

para seis cirios.

La atención recibida en el hospital, la

falta de herederos directos, la presión interesada

del personal sanitario y clérigos, el

deseo en los últimos estertores de salvar el

alma o de contribuir a una obra pía de tal

trascendencia coadyuvaron a que varios internos

legaran sus propiedades al hospital

como forma de compensar sus gastos y

atenciones recibidas. En junio de 1674 Manuel

de la Concepción, vecino del Puerto

de la Orotava, dejaba su cama, la ropa

blanca y de vestir al hospital para su venta;

Juan Viera, vecino de Tacoronte, dexó al

hospital por heredero por testamento aunque

sin quedar definido los bienes de tal legado,

mientras Agustín Perdomo, declarado

pobre, le donó dos casas que tenía en Tamaraceite.

CONCLUSIONES

El hospital de San Martín desempeñó

una labor muy parecida a la efectuada por

otras entidades de similares características

registradas en el Archipiélago y fuera de

éste, basada en la asistencia y socorro de

enfermos, transeúntes y lisiados en general.

Al unísono, la institución fue otro de

los elementos propiciado por el grupo de

poder insular para el sostenimiento de su

estrategia de mantener el status quo establecido

mediante el control de los grupos

sociales cuya presión, en determinados

momentos, pudiera poner en peligro no sólo

las vías de captación de renta sino la

propia estructura de reparto de poder

asentada en la isla.

El hospital fue centro de atención del

grupo de poder en las fases de agudizaciones

de las recesiones para calmar posibles

motines o algarabías sociales. En las etapas

de crecimiento económico fue ignorado

62 Pedro C. Quintana Andrés

por la élite laica y por la propia jerarquía

eclesiástica que veía en su gestión no sólo

una pérdida de ingresos sino también una

compleja entidad a gestionar, traspasada

de forma habitual a manos de los curas semaneros

del Sagrario de la Catedral.

Grupos urbanos y asistencia social: el hospital de San Martín de Las Palmas en el seiscientos 63

NOTAS

1 Archivo Histórico Provincial de Las Palmas.

Protocolo Notariales. Legajo: 1.465. Fecha:

1552. A(rchivo). del C(abildo). C(atedral). de

la D(iócesis). de C(anarias). Fundación de

Capellanías. Fechas: 27-2-1559 y 1533.

2 A.C.C.D.C. Actas del Cabildo. Tomo XXV.

Fechas: 28-9-1696.

3 A.C.C.D.C. Actas del Cabildo. Tomo XX. Fechas:

22 y 29-11-1669.

4 A.C.C.D.C. Actas del Cabildo. Tomo XX. Fechas:

26-2-1674.

5 Los primeros semaneros fueron los siguientes:

10/3/1674 Capitán Sebastián Jáismez Fernández

de Córdoba – don Pedro Urquía, clérigo

de menores.

17/3/1674 Licenciado Adrián Ignacio de

Acevedo – presbítero Salvador Gómez Montero.

6 A.C.C.D.C. Libro de la Hermandad del Refugio

del Hospital de San Martín. 1674-1689.

7 A.C.C.D.C. Libro de la Hermandad del Refugio

del Hospital de San Martín. 1674-

1689. Para evitar la reiteración de las notas

referentes a esta fuente, en adelante

sólo se citará cuando sea estrictamente necesario.

8 A.C.C.D.C. Libro de la Hermandad del Refugio

del Hospital de San Martín. 1674-1689.

Entró el 18 de septiembre de 1679 y falleció

el 2 de octubre.

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